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A lomo de la yegua “Castaña” a la conquista de sus primeras alas Iquique 1957: El Subteniente Abraham Acevedo Campos del Regimiento Granaderos Nº1 y su instructor de vuelo el Teniente José Luis “Potencio” Muñoz Pérez, del Grupo de Av. Nº 1 Los Cóndores.

Un auténtico servicio de utilidad pública

Volábamos siempre completos (pegaditos a las 26.000 lbs) llevando los 28 pasajeros y 3 tripulantes que era la capacidad del DC 3, sin considerar la estación del radio operador que en nuestros vuelos no se ocupaba. Peleábamos con los precarios medios de que disponíamos contra un mal tiempo implacable y asumíamos la responsabilidad de ir y volver en condiciones visuales confiados que conocíamos la ruta como la palma de la mano. Pocas veces nos podíamos dar el lujo de volar por instrumentos y cundo era posible lo hacíamos usando señales de radio emisoras o del par de radiofaros existentes en el área. En las aerovías chilenas de nuestra región, sintonizar un radiofaro por la proa y otro por la cola en forma simultánea era impo0sible; estaban muy lejos uno del otro y  debíamos recurrir al ruteo “ por la cabeza o la cola” de la aguja. La componente de viento oeste era muy fuerte, el nivel de la isoterma cero era bajo; todo se daba para que los vuelos IFR se vieran restringidos al máximo. Virajes de procedimiento, gotas de agua, alejamientos, acercamientos y cda maniobra relacionada con un descenso instrumental con ADF y carátula fija, se apoyaban en débiles señales en las que depositábamos toda nuestra confianza. Había algunas estaciones de VOR, pero nuestros aviones no estaban equipados para usarlos. Era lo que había y al final se imponían el olfato, el deseo de volar y hacer la pega. La recompensa consistía en aterrizar de regreso en El Tepual con el avión full de carga o pasajeros después de haber dejado en su destino, cuantos  pasajeros o carga nos encomendaran. Hechos puntuales como el traslado de enfermos impulsaban a hacer la labor con cariño y a veces hasta con devoción. Era común en Alto Palena y en Futalelfú, embarcar enfermos procedentes de localidades perdidas en la cordillera que por su gravedad requerían atención en Pto. Montt.

Me impactó el caso de un joven de Futalelfú que fue subido en brazos al avión. Sus familiares los despidieron llorando desconsoladamente ya que no tenían los medios para acompañarlo. Compadecido le ayudé a abrocharse el cinturón dándole ánimo, porque realmente se veía muy mal. A nuestra solicitud le esperaba una ambulancia en El Tepual para trasladarlo de urgencia al hospital de Pto. Montt. Grande fue nuestra alegría cuando, después de un tiempo, lo vimos embarcarse de regreso a su tierra. Volvía sano, lleno de vida. Nos saludó como a viejos conocidos. Nos contó detalles de su estadía en el hospital donde no solo lo sanaron sino le regalaron hasta ropa. Estaba realmente feliz! A la llegada, la familia completa lo esperaba tras la alambrada que separaba la pista del lugar donde se presentaban los pasajeros. Ese “lugar” era un pastizal con una carreta abandonada que hacía las veces de escritorio. En caso de lluvia, el despacho lo hacía don Héctor Núñez (el “Perro” Núñez) bajo el ala del avión. La familia venía hasta con el perro regalón, el que al ver a nuestro “resucitado” pasajero asomarse por la puerta del avión, corrió a esperarlo al pie de la escala. Si bien a don Héctor no le gustaba su apodo, en este caso dio muestras de lo apropiado que era. Tras lanzarle un tremendo puntapié al perro, le gritó: – ¡Aquí el único perro que puede acercarse al avión soy yo! – (sic). El pasajero, emocionado hasta las lágrimas, se bajó en silencio. Quería decir algo pero no le salían las palabras. Nos agradeció  con una mirada que nos llegó al alma y se fue.

Esa era la esencia de nuestro trabajo, una labor maravillosa que hacíamos con gusto y con todo el empeño que éramos capaces. Para que tod saliera a pedir de boca  procurábamos hacer nuestros vuelos de acuerdo a lo que recomendaba el Manual de Operaciones, el que aunque muy respetable, no siempre era respetado. De otra manera, no habríamos sacado la tarea., pero tratábamos por todos los medios de apegarnos a él a como diera lugar. Muchas veces, como seres humanos que somos, pecamos, de otra manera no habríamos sacado la tarea.

Un vuelo muy trabajado del Capitán “SOIYÓ”

Esta historia es real y transcurre en 1966 durante uno de los típicos inviernos que año a año se dejan caer sin piedad entre la Región Los Lagos y la Región Aysén del General Carlos Ibáñez del Campo como hoy se llaman las antiguas Provincias de Llanquihue y Aysén de aquel entonces. Es un pequeño capítulo de la rutina que a diario debíamos enfrentar en el legendario Servicio Regional de Puerto Montt, orgullo de Lan Chile y de la gente del sur que lo sentía como propio. Un servicio seguro y eficiente que entonces estaba en su apogeo.
Dos capitanes y dos copilotos formaban parte de la dotación estable que permanecía por lo menos un par de años viviendo en Puerto Montt en casas pareadas recién construidas que nos entregaba LAN. Además había un capitán y un copiloto que rotaban cada quince días; venían de Santiago para conocer la zona y reforzar el servicio.
Para llevar a cabo nuestra labor contábamos con tres aviones DC 3 equipados con dos “Jatos” (Jet Assisted Take Off) cada uno. Estos “Jatos” eran unos cohetes instalados en la parte inferior del centro plano que, en caso de emergencia, se disparaban en forma simultánea. Tenían una duración total de 15 segundos y  a los 12 hab ia que bajar bruscamente la nariz del avión para corregir el Angulo de ataque que era muy pronunciado. El tiempo de operación era suficiente para alcanzar una altura segura y cumplir con las exigencias del segundo segmento en caso de falla de un motor.

equiposjato

despegueconjato

Equipos Jato
Despegue con Jato

Los vuelos podían ser exclusivamente de pasajeros, mixtos (de carga y pasajeros) o cargueros puros. En estos últimos, además de la tripulación compuesta por un capitán y un copiloto, iba un secundario y un despachador, ambos pertenecientes a la dotación de Puerto Montt a quienes, por no poseer licencia de tripulante, anotábamos en un manifiesto de pasajeros.

Era común ver descender de los Caravelle y DC 6 B que hacían escala en Puerto Montt, algunos Tripulantes de Cabina (mujeres y varones fogueados y otros no tanto) asignados para volar en las rutas de los aviones de pasajeros que desde El Tepual atendían Ancud y Castro, Chaitén, Futaleufú y Alto Palena, Puerto Aysén, Coyhaique, Chile Chico y esporádicamente Cochrane y Rio Mayer. A pesar de que la zona era y sigue siendo famosa por las malas condiciones de tiempo, muchos tripulantes se peleaban por adjudicarse esta breve comisión de vuelos regionales, con permanencia en la zona entre una semana y quince días.

Una mañana de ese invierno de 1966, se presentó en nuestras oficinas un Sobrecargo de nacionalidad alemana cuya estampa lo decía todo: era el alemán inconfundible, de buena presencia, correctísimo y apegado al reglamento quien, después de saludar uno por uno a los tres tripulantes que permanecíamos en la oficina, abrió una libreta que traía en la mano y en un español que sonaba divertido nos fue leyendo un completo set de preguntas antes de solicitar que lo fueran a dejar al Hotel Vicente Pérez Rosales donde debía hospedarse. No hubo ningún detalle que se le escapara, partió dándonos su nombre completo y comenzaron las preguntas: sistema de recogidas, fecha, día, hora y número del vuelo en que regresaría a Santiago, teléfonos de las distintas dependencias de LAN, donde lavar la ropa, donde comer, qué hacer en caso de enfermedad, etc. Nos costó entenderle por lo que constantemente se disculpaba. Sin embargo era poseedor de una gran personalidad y prometió que muy pronto iba a dominar “el idiome schilene”. Según él, tenía facilidades para aprender idiomas. Le asignamos el primer vuelo del día siguiente, un vuelo a Coyhaique en el que yo era el Capitán. Cargó su equipaje en nuestro automóvil y junto a otros tripulantes partimos a Puerto Montt. En el Hotel le ayudamos a bajar su equipaje, lo dejamos registrado en la recepción y le quedó claro que al día siguiente lo recogíamos y lo llevábamos al Aeropuerto. Antes de abandonar el Hotel pasamos a la cafetería, teníamos hambre, comimos hasta saciarnos y partimos a casa con la guatita llena y el corazón contento en el flamante Simca 1.000, un auto “crudito”que le daba LAN al jefe del servicio regional para atender sus obligaciones.

La lluvia, producto de una sucesión frontal fría muy activa pronosticada para la noche y las próximas 48 horas, se dejó caer antes de lo esperado. Las calles de Puerto Montt, recién reparadas después del devastador terremoto de 1960, nuevamente eran puestas a prueba. Apenas salimos del Hotel un fuerte viento y un chubasco de enormes gotas, tan tupidas que parecían cortinas de agua, se abalanzaron sobre la ciudad; las veíamos caer en ángulos entre 45 y 60 grados. Los escasos peatones que corrían por las veredas buscando protegerse de la lluvia comenzaron a desaparecer. Un paisaje de calles que se iban vaciando, – desolador casi deprimente -, invitaba a refugiarse en casa, a ponerse cómodo y a relajarse mientras se acercaba la hora del sueño. Subimos la cuesta del Regimiento con el temporal aumentando en intensidad. El auto lo estacionaba a la intemperie, pegado a nuestra casa y los pocos segundos que demoré entre bajar del auto y abrir la puerta de entrada, me permitieron apreciar la fuerza del enorme frente que teníamos encima. El viento no daba tregua, los cables del débil alumbrado público gemían en tonos, largos y agudos, contrastando con el ruido ronco que emitía el follaje de los arboles azotados sin piedad por intensas rachas de viento. La lluvia, acompañada de continuos chubascos de granizo golpeaban con furia el techo de zinc de la casa y esa diversidad de ruidos que regalaba el temporal ya desatado, siguieron hasta que logré quedarme dormido. Como mi cama siempre estaba húmeda, antes de acostarme, me sacaba las botas y me acurrucaba vestido entre las sábanas tratando de entibiarla. Me quedé largo rato releyendo un diario que había sacado de un avión que venía de Santiago; quería concentrarme en cualquier cosa y no pensar en que al día siguiente tenía que salir a volar con ese tiempo. Nos esperaba un día  complicado y rápidamente caí en los brazos de Morfeo. No había otros brazos donde caer…

Desperté a las seis y media de la mañana, tomé desayuno con Bob (Roberto Anguita) y “Chepito” (Rodolfo Ceppi) con quienes compartía la casa. Luego pasé a buscar a Samuel, copiloto de mi vuelo y vecino en la Población Manuel Montt en la parte alta de la ciudad. Nos despedimos de unas monjitas madrugadoras que vivían casa por medio con nosotros las que nunca dejaban de agitarnos sus manos a través de la ventana. Y partimos a la pega.

El viento y la lluvia torrencial que no cesaron en toda la noche y que se colaban por las partes más increíbles nos hacía presagiar lo que nos esperaba. Las calles se veían limpias y transitables como desafiando al tremendo temporal, sin duda, el más fuerte del año y aún sin señales de amainar. Jürgen, el sobrecargo alemán ya nos esperaba en la puerta del Hotel con un bolso, una maleta, vestido de correcto uniforme y temblando de frío (a pesar de que con muy buen ojo llegamos a recogerlo cinco minutos antes de la hora acordada). Como nadie le había explicado como era el clima en la zona, no tenía ropa más gruesa que la que llevaba puesta, a todas luces insuficientes. Le ayudé a ubicar su equipaje en el maletero y bastaron diez segundos a la intemperie para que quedara mojado como pollo. Antes de subir al auto me preguntó quién era el Capitán del vuelo, le respondí, el Capitán “soy yo”. Se quedó callado y se sentó en el asiento trasero. El agua le corría por el cuello pero él no le daba importancia. Al verlo tiritar, mojado y con frio le pasamos una frazada que usábamos como funda para cubrir el asiento del Simca, gesto que agradeció efusivamente. Pusimos la calefacción al máximo y nos fuimos.

Veinte minutos demoraba regularmente el viaje al aeropuerto y salvo cuando le preguntamos cómo había dormido, a lo que nos respondió que muy bien, el resto del viaje lo hizo en completo silencio hojeando un diccionario que siempre llevaba consigo y haciendo anotaciones en su libreta. Rachas de viento que parecían querer sacarnos de la carretera exigían ir más lento que de costumbre y cada vez que algún vehículo nos adelantaba o nos cruzaba en sentido contrario, nubes de agua como cascadas caían sobre el pequeño automóvil lo que nos obligaba a detenernos. Los limpiaparabrisas funcionaban a máxima velocidad pero la visibilidad era casi nula y debíamos ir precavidos porque a esa hora muchos niños caminaban por la berma en dirección a la Escuela de Lagunitas, un lugar próximo al aeropuerto, vecino a la Central de Radio de LAN. Los pequeños estudiantes marchaban mojados de pies a cabeza, la mayoría a pie pelado llevando, además del bolsón de los libros, un paquete donde guardaban los zapatos, lo único que llegaba seco a la sala de clases. Una vez en la sala secaban sus ropas frente a una estufa a leña, se ponían los zapatos, tomaban desayuno, y a clases! Cuando teníamos espacio llevábamos a alguno  pero desgraciadamente no siempre podíamos y la triste escena de verlos avanzar en ese estado se repetía más de lo deseable. Las camionetas que transportaban al resto del personal de Lan hacían otro tanto y era parte de nuestra rutina preocuparnos de darles la mayor ayuda posible. Esta historia de “las subidas” al aeropuerto tuvo un final feliz porque de tanto ir el cántaro al agua, el Jefe de Estación Aérea de Lan, que usaba una de estas camionetas, terminó casándose con una de las profesoras de la Escuela de Lagunitas. Se conocieron cuando una de ellas hizo dedo solicitando que este desconocido servicio de utilidad pública que efectuaba LAN en la zona, la encaminara hasta su Escuela. Con los años el feliz matrimonio llegó a Frankfurt, lugar donde Jorge (Villarroel), que era su nombre, fue destinado para ocupar el puesto de Jefe de Estación Aérea allí. En Frankfurt se distinguió por su eficiencia, fue un funcionario ejemplar y muy querido, aprendió alemán, estudiaron sus dos hijos y cuando regresaron a Chile los cuatro dominaban el complicado idioma alemán. Pero Jorge no es el único caso porque tres pilotos pololearon y se casaron con portomontinas mientras volaban para el Servicio Regional. Enrique Bravo, se casó con Janine Devet, Guillermo Holzer con Anita Ley Hoffmann y quien escribe esta historia con Gisela Ludwig Ackermann. Pero esto es un cuento aparte.

Llegando al aeropuerto nos prestaron unos enormes paraguas que eran propiedad de LAN, le pasamos uno a nuestro sobrecargo y le tuvimos poco menos que exigir que se llevara la frazada. Dejamos el equipaje en el mesón, le pedimos a una auxiliar de tierra que le mostrara el avión y partimos con Samuel (Saavedra) a hacer el despacho del vuelo. Lo más importante era la pasada por meteorología donde Bahamondes, meteorólogo de turno, gran amigo de los pilotos, nos esperaba con la cara y los bigotes más largos que de costumbre. La ruta estaba “involable”, el terminal y Balmaceda, la alternativa para Coyhaique, no se veían tan mal, aunque inestables y con chubascos de nieve, pero fallábamos en la ruta y los cruces de cordillera. Como nos conocía no nos asustó con su pronóstico, nos prometió que el regreso estaría bueno. Sin embargo nos recomendó que lo mejor sería postergar el vuelo para el día siguiente. Pero como llevábamos dos o tres días sin poder volar, uno de nuestros aviones se había devuelto con un motor en bandera el que tuvieron que detener porque el exceso de hielo le tapó la toma de aire, teníamos muchos pasajeros rezagados. En vista de ello nos decidimos a hacer el vuelo, a pesar de la opinión del meteorólogo.

Una vez hecho nuestro pre vuelo, incluido el infaltable walk around, que jamás, con o sin temporal dejamos de hacer, nos sentamos en la cabina a conversar sobre las posibilidades que recomendaba nuestra experiencia para afrontar el mal tiempo.

Llamaron a embarcar. Los pasajeros corrían hacia el avión mientras una voladera de paraguas de todos colores le cambiaba la cara gris al paisaje. Las madres caminaban inclinadas acurrucando cuanto podían a sus pequeños hijos para protegerlos de la lluvia y el viento. De pronto sentimos la fuerte voz de Jürgen que con libreta en mano nos dice: “¡Con permiso!” – y en buen castellano agrega: – “Capitán Soiyó, buen día, yo tripulante de cabina Jürgen me presento, avión un poco sucio, equipo de emergencia revisé, a qué hora quiere tomar desayuno,… (etc)”. Le di las gracias, le dije que durante el vuelo le avisaríamos y le explicamos que el vuelo iba a ser “movido”, malo y que nadie podía levantarse de su asiento a no ser que la señal de cinturones estuviera apagada. Tras asegurarnos de que había entendido lo que le habíamos dicho, se fue. Cuando carreteábamos hacia el cabezal sur apareció nuevamente a dar cabina libre y desapareció.

Despegamos hacia el norte, contentos porque estábamos a itinerario. Pero pronto nuestra alegría se transformó en preocupación a causa del fuerte viento cruzado a nivel de pista que nos hizo entrar momentáneamente en calor. Una vez en el aire iniciamos un viraje hacia el sur por la izquierda y entramos en nubes a partir de los cuatrocientos pies. La fuerte turbulencia nos preocupaba porque no era usual esa intensidad a tan baja altura, salvo cuando encontrábamos puelche, pero hoy no era la ocasión. La base de las nubes bajaba hacia el sur y la vimos llegar hasta el mar lo que nos obligó a buscar hacia arriba. No obstante comenzar a acumular hielo en las alas y en las tomas de aire de ambos motores a partir de los 2.500 pies, seguimos ascendiendo para ver si podíamos volar entre capas, pero las nubes ya soldadas no nos dieron ninguna chance. Un Caravelle que despegó después de nosotros reportó topes sobre 19.000 pies subiendo, y subsidencia fuerte por lo que decidimos arrancar hacia el norte donde notamos que el hielo no era tan intenso. Un poco más de aire caliente a los carburadores bastó para que los motores sonaran en un tono más amigable. La claridad exterior indicaba que faltaba poco para salir de las nubes y alcanzar los topes. Continuamos ascendiendo y vimos el sol, al que hacía casi una semana que no le veíamos la cara. Los topes que en el lado chileno por el norte tenían entre 9.000 y 10.000 pies y subían rápidamente. Hacia el sur sobrepasaban los 20.000 pies por lo que fue una buena decisión la que habíamos tomado. Después de un corto tiempo comenzaron fuertes golpes contra el fuselaje. Golpes bien recibidos porque indicaban que el hielo al menos se estaba desprendiendo de las hélices, señal que nos tranquilizó, los bordes de ataque de alas y tomas de aire se veían limpios.

Con un radiofaro sintonizado en Bariloche y otro en Puerto Montt, ambos saliendo fuerte y claro, enfilamos hacia el este. El viento noroeste nos dejó en breves instantes en el lado argentino. Hicimos contacto con Bariloche y proseguimos. Los topes seguían subiendo, ya íbamos sobre los 12.000 pies. Nos dirigimos al radiofaro de Bariloche y apenas cayó nos alejamos durante varios minutos al rumbo este, fuera de aerovías. Apenas vimos un pedazo de pampa, descendimos. Continuamos en condiciones visuales y tomamos el rumbo 180°. La OAT marcaba 12 grados bajo cero.

De ahí en adelante todo fue al ojímetro. Lugares tan familiares como Ñorquincó, El Maitén, Leleque, El Mayoco, Esquel y Trevelín quedaban lejos, al oeste de nuestra ruta. Pero conocíamos esa pampa y sin despegar los ojos de la carta fuimos chequeando punto por punto cada laguna, cada riachuelo que pudiéramos identificar. De repente el sol se filtraba por entre las nubes lo que hacía más fácil ubicar los puntos que necesitábamos reconocer.

Así nos mantuvimos por más de una hora para luego cambiar al rumbo 210° manteniéndonos siempre lo más alejados de la cordillera. Ascendíamos y descendíamos buscando algún nivel con menos turbulencia, pero fue imposible. Los niveles cuadrantales no nos quitaban el sueño, pero sí íbamos con los ojos más abiertos que nunca Intensos chubascos, una fuerte turbulencia y mucho frio, nos acompañaron durante todo el trayecto. Un par de veces apareció nuestro sobrecargo Jürgen, para ofrecernos algo. Sólo pudimos comer un sándwich y para eso tuvimos que turnarnos porque era imposible llevar la “caña” con una mano. Tampoco, podíamos sacar la vista de nuestras cartas, la turbulencia no cesaba. Así continuamos hasta llegar volando con rumbo 230°, sobre el Lago Fontana, por el momento nuestro principal objetivo. Desde este hermoso lago, rodeado de un paisaje completamente blanco comenzamos un suave descenso. Nos pegamos al río del mismo nombre en dirección sureste hasta llegar a Alto Río Senguer. Desde ahí nos guiamos por la carretera que va en dirección al suroeste, buscamos el Lago Coyte que era el próximo punto a chequear porque lo usábamos como referencia visual para entrar a Coyhaique por el este y teniéndolo ya a la vista nos volvió el alma al cuerpo a pesar de la turbulencia y los cortos pero continuos chubascos de nieve que dificultaban nuestra visibilidad.

Todo se veía blanco y plano, abundaban las típicas nubes albas como la leche que peligrosamente se confundían con los cerros y la nieve. Dejamos Ñireguao a nuestra derecha y volamos al rumbo sur hasta Alto Coyhaique y ya con el Mano Negra, el único que mostraba sus dedos negros, limpios de nieve, el cerro El Gato y la pista a la vista, iniciamos nuestra aproximación con muy poca turbulencia. Recibimos el aviso de “cabina libre” y nos miramos con Samuel con cara de satisfechos. Le pregunté si tenía los pies tan fríos como los míos, me contestó que no los sentía. “¡Chócala!” le respondí.

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Carguero 0356 hacia Coyhaique

Lan 206 aterrizado en Coyhaique

Así era nuestra entrada a Coyhaique viniendo por el lado argentino desde el norte cuando la nieve nos hacía ver todo plano. Sabíamos que había alturas importantes que tener en cuenta y que debíamos redoblar las medidas de precaución. Por otra parte, la turbulencia fuerte y continua, común en la ruta, dificultaba leer bien las cartas y era nuestra mayor preocupación leerlas y releerlas hasta asegurarnos en un 100 % que estábamos en el lugar que buscábamos. En este caso en particular ya habíamos superado lo peor y podíamos estar tranquilos. A lo lejos, hacia el oeste, una cadena de nubes lenticulares le daba el toque característico a la zona. Leves chubascos de nieve nos hicieron aproximar con los limpiaparabrisas funcionando y poco antes de aterrizar, en final corto, notamos que a ambos lados de la pista se alzaban unos muros de nieve sobre un metro de altura, no reportados por la Torre de Control, los que había depositando la única motoniveladora que limpiaba la pista. Cualquier patinada o desvío nos podía lanzar sobre los montones de nieve. Felizmente era nieve suelta recién caída y no había hielo.

Aterrizamos y carreteamos sin problemas. Habían transcurrido exactamente cuatro horas desde nuestro despegue hasta el aterrizaje en el Aeropuerto Teniente Vidal. Las puntas de ala pasaban por sobre estos muros de nieve apilados a ambos costados y era complicado virar en 90 grados. En la losa de estacionamiento las hélices rozaban la nieve lanzando hacia atrás una nube que causaba asombro entre los pasajeros que esperaban en tierra. El indicador de temperatura exterior marcaba 15 grados bajo cero, algo normal para la zona y la época, pero estábamos en nuestro destino y lo demás era historia.

Algo pálidos bajaron los pasajeros, pero felices. Las ruedas del tren de aterrizaje estaban enterradas en la nieve hasta la mitad, el patín de cola no se veía, pero todo lo demás, normal. Terminada la breve inspección visual invitamos a Jürgen a la sala del aeropuerto para que conociera las dependencias, momento que aprovechó para pedir agua caliente, un buen aseo al baño, a la alfombra del pasillo y a algunos asientos del avión que eran un asco. Mientras esperaba una respuesta se le acercaron varias personas para entregarle las cartas y todo tipo de correspondencia que los coyhaiquinos tenían costumbre de entregarle a algún tripulante para llevarlas hasta Puerto Montt y depositarlas en el buzón, las que religiosamente y de buena gana recibíamos. Cuando Jürgen por fin logró entender qué era lo que ese grupo de gente, que no eran pasajeros, le pedía, se puso la mano en la piocha del uniforme y les dijo en forma enérgica: “- mi…, Lan Chile, si…, Coreo, no- ” y se fue al avión. Se perdió detrás de un denso chubasco de nieve los que no cesaron de caer durante el largo tiempo que estuvimos estacionados y que mantuvieron al mecánico constantemente entretenido. Disimuladamente, Samuel y yo recibimos las cartas y cumplimos con la tradicional mala costumbre de infringir las leyes que regulan el envío de correspondencia y de vuelta en El Tepual las entregamos al despachador que conocía la rutina.

Sentíamos simpatía por Coyhaique y sus alrededores. Llegar allá era un lujo, era como volar a Miami..! Junto a Aysén, Ancud y Castro tenía la franquicia de Puerto Libre. Estaba permitido comprar todo tipo de mercaderías, la mayoría importada de Europa. El Hotel Español y sus dueños riojanos, don Arsenio y la Sra, Guillermina, la Cocinera Alicia, y Remolcoy el Mozo, el “Pescado” Bastías el taxista, don Pedro Cárcamo el chofer del Land Rover de Lan, Olivares el mecánico Lan , Edén Aedo el despachador de Lan, los Chible, Pedro Cristi, la Casa Bräutigam, Vitoco Fernández y mucha gente más, de alguna forma influían en nuestra vida. Éramos imbatibles en el Truco. El Bar del Hotel es testigo de que Humberto Dueñas, junto a Eugenio Herrera, Roberto Anguita y el suscrito le ganamos a los truqueros más connotados de Aysén y Coyhaique, en memorables y largas jornadas a que nos obligaban intensas nevazones que a veces durante tres a cuatro días no nos permitían volar. También recuerdo que en el Hotel donde más frío he sentido en mi vida fue en el de Coyhaique. Pero en realidad, no nos importaba.

El regreso fue distinto. Quellón estaba casi despejado, la presión subiendo, las mismas condiciones tenía Punta Corona, el frente frío había pasado muy rápido lo que nos permitió cruzar por el río Simpson hasta Puerto Aysén y regresar volando sobre el Canal Moraleda con buena visibilidad y las condiciones de tiempo, mejorando. No habíamos tomado desayuno ni almorzado, pero salimos bien aprovisionados de Coyhaique y aprovechamos el regreso para desquitarnos. De las islas Queitao al norte el vuelo fue una delicia hasta la llegada a Puerto Montt donde ya comenzaba a oscurecer.

No volví a volar con este gringo que resultó ser un tipo simpático y además, muy eficiente. Después de este vuelo volamos nuestros cargueros transportando la carga de ECA desde Chaitén a Alto Palena y Futaleufú, pero a diario nos encontrábamos con él y al menos un par de veces, al igual que cuando apareció por primera vez en nuestras oficinas, lo pasamos a dejar o a buscar al Hotel. Increíblemente, su castellano había mejorado una enormidad. Antes de regresar a Santiago nos comentó que nunca en su vida había visto lugares más “bonitas” que estos y que en su primer vuelo tuvo mucho susto. Nos dio las gracias, se disculpó porque entendió que “Soiyó” era el nombre del piloto con el que haría su primer vuelo y que estaba convencido de que mi trabajo en LAN era el de conductor de los vehículos a cargo del traslado de tripulantes. Me había visto llevarlo al Hotel, cargar y descargar su equipaje, recogerlo, etc. Se fue encantado de Puerto Montt y a pesar de nuestros pronósticos no se enfermó porque justo al día siguiente de su primer vuelo, cuando lo vimos mojado y tiritando, le llegó de Santiago su ropa de invierno, esa ropa alemana que sólo los alemanes saben hacer.

 

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De izq. a der. una de las tantas tripulaciones posando en la nieve a mediados de los 50:
Desp. Galvarino Galdames, Cap. Silvio Parodi, RO. Omar Rojas, NN, FO. Rolando Fernández y RO. Carlos Cottin

Este es apenas uno más de los centenares de vuelos marcados por ese sello especial que tenían los vuelos regionales de Puerto Montt. Hubo muchos peores que éste. Así recuerdo aquellos en que volábamos “por abajo” como nos referíamos a los vuelos bajo la base de nubes, donde abundaban la lluvia, nieve y neblina, los eternos enemigos del piloto. Para cruzar la cordillera en estas condiciones se exigía que la base de la nubosidad tuviera una altura mínima, la que dependía del cruce elegido y variaba de un lugar a otro porque se trataba de tener espacio suficiente para un viraje de 180° y poder rehusar el cruce. Pero en la mayoría de los casos, cruzando por el Yelcho bajo la capa de nubes de Chaitén a Futaleufú, o a Alto Palena, o de Futaleufú a Alto Palena o vice versa, o para regresar de cualquiera de ambos puntos a Chaitén, o cruzar de Aysén a Coyhaique por el río Simpson, la realidad era otra: la base de nubes era muy baja y nos pegábamos al suelo, abríamos las ventanillas laterales de la cabina, bajábamos el tren y encendíamos los faros de aterrizaje. Así enfrentábamos la mala visibilidad durante el cruce y avanzábamos encerrados en angostas y sinuosas quebradas sin ninguna posibilidad de devolvernos, pero conocíamos cada playa del Yelcho, cada recodo del cañón o del río sobre el que nos aventurábamos, cada puente o caserío que tuviéramos a la vista y la confianza que nos daba esa certeza nos animaba a seguir porque sin estos conocimientos de ruta, jamás habríamos hecho el intento.

Es cierto que también tuvimos vuelos en los que apostábamos a quien era el primero en ver una nube, y creyentes o no, siempre estuvimos de acuerdo en que en esos parajes estaba la mano de Dios, de otra forma no cabía explicación ante tanta belleza.
Recuerdo y reconocimiento a nuestros instructores.

Una de las grandes enseñanzas que nos inculcaron en las clases de ruta en la antigua LAN, fue llegar a entender que era una obligación conocer como la palma de la mano, la hermosa geografía de nuestro país. Valles, montes, ríos pueblos, ciudades y la gran cordillera de nuestra angosta faja de tierra, desde la Línea de la Concordia por el norte, hasta el Cabo de Hornos por el sur. Lo mismo que la pampa argentina, desde Aluminé por el norte hasta Río Grande y el lago Fagnano por el sur. Sin la seguridad que nos daba el hecho de saber exactamente donde estábamos cada vez que veíamos la tierra, la que no siempre se veía, este vuelo a Coyhaique, así como tantos otros vuelos, jamás habrían llegado a buen término. Esto es obra de esos viejos pilotos que tan solo por amor al arte nos introdujeron en esta maravillosa costumbre de conocer hasta las piedras del terreno sobre el que íbamos volando.

 

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Cap. A. Acevedo y FO R. Anguita

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Capitanes A. Acevedo y H. Dueñas

FO Samuel Saavedra

FO Roberto Anguita

Mi profesor de Navegación fue don Hernán Pérez Bravo (*); de Rutas, don René Bobe Venegas; de Aerodinámica, don Adolfo Suhrcke Aburto; de Meteorología, Willy Duarte y Guillermo Tijero; de Reglamentación Aérea, Rodolfo Ortega Fenner; de Perfomances, Patricio Araos, y varios otros. En estos vuelos regionales logramos entender la importancia que con justa razón cada uno de nuestros instructores le daba a su ramo y por Dios que tenían razón. Quienes tuvimos la suerte de ser sus alumnos allá por el año 1959 siempre los recordaremos con cariño y agradecidos por el tiempo que nos dedicaron, tiempo que para nuestro bien, de Lan y de ellos, rindió los frutos esperados. Varios de ellos ya partieron, pero dejaron una huella imborrable en todos sus pupilos.

(*) “Nancho” Pérez recientemente fallecido en La Serena fue sepultado según su expreso deseo en su querido Pichilemu. La comunidad del balneario lo despidió con especial cariño dejando testimonio de que “Nancho” había sido además allí un brillante y respetado Alcalde.

Categories: Crónicas

1 Comment

Julio Matthei Sch. · Mayo 24, 2020 at 4:22 pm

La fotografía “Despegue con Jato” (en Futalelfu) la tomo Abraham Acevedo desde tierra mientras a bordo iba el Cap. Humberto Dueñas y el FO Samuel Saavedra. Despues de aterrizar, para recogerlo, regresaron los tres a El Tepual. Los Jatos habia que dispararlos cada seis meses. Cuando se disparaban en El Tepual se invitaba a los chicos de la prensa de “El Llanquihue”.

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