Algunos lectores probablemente pensarán: ¡en realidad, estas personas sí que lo pasan bien! Vuelan un poco por el mundo, descansan cómodamente de sus fatigas, dejan que los celebren, se pasean de un banquete a otro  y por añadidura se les ofrece conocer el país y sus bellezas en calmada ociosidad.

“Bueno ya, pero ni tanto…”, diría Rintintín.

Incluso casi diría: al contrario! Cada vez que llegábamos a una nueva ciudad, a un nuevo país, teníamos que cumplir un programa bien definido y bastante nutrido, que dejaba poco tiempo tanto para los placeres particulares como para las pausas de descanso necesarios en este tipo de operaciones aéreas. 

En primer lugar, en cada país recibíamos de los conocedores de las realidades locales,  una conferencia especial “con lecciones diplomáticas”: todo lo que uno no debe hacer o no debe decir, y lo que se debe considerar para no molestar, no ofender o no enojar al anfitrión respectivo, a la gente del país. Le debemos gratitud a esos amables consejeros. Sin ellos nunca habríamos establecido el contacto necesario para nuestras relaciones de  trabajo, en tan poco tiempo. Sin ellos no habríamos sido capaces de adecuarnos rápidamente a las siempre nuevas peculiaridades y caracteres.

El programa continuó con las diversas visitas oficiales a embajadas, a diversos ministerios, a las autoridades de la aviación y a los líderes empresariales del país. Luego había por supuesto, innumerables invitaciones para cenas y almuerzos de carácter muy festivo y grato. Su principal objetivo, sin embargo, era familiarizarnos con las personas con que tendríamos que relacionarnos, lo que hacia esas reuniones bastante agotadoras.

Hörstchen dirigió luego su atención a su actividad empresarial, Rintintín se hizo cargo de nuestro avión y lo exhibió, y para mí, comenzó un programa especial. Mis primeros pasos en cada nueva ciudad eran ir a Agfa, donde llevaba a desarrollar mis últimos trabajos fílmicos. Dos días después, volvía donde estas simpáticas personas para ver mi producción, con el miedo escénico de una joven actriz antes del debut. Luego, Agfa empaquetaba las películas y las enviaba prontamente a Alemania, para que el “Taifun” no se viera sobrecargado.

Junto con los compromisos que tenían que ver con la película, corrían mis negociaciones con el especialista de Leica. Primero tenía que buscarlo, luego encontrarlo y encomendarle el desarrollo de los negativos, junto a la solicitud de preferencia y rápida ejecución. En Santiago, por cierto, tuve mucha suerte y no quisiera dejar de señalar a los camaradas de profesión también en viaje, preocupados por sus valiosas cintas tanto como yo: hay un hombre de Leica en Santiago que trabaja en la misma forma como lo haría uno mismo –  con el mismo cuidado y conocimiento de las agüitas secretas del cuarto oscuro. Se llama Hartmann y es famoso a lo largo de toda la costa oeste y más allá!

Cuando terminaba con todo eso, me retiraba a mi habitación del hotel por uno o dos  días, rechazando resueltamente todas las invitaciones. No respondía el teléfono ni atendía visitas, y me encerraba en mis propias cuatro paredes. Organizaba los negativos, los etiquetaba y tipiaba mis informes en la máquina de escribir.

Solo entonces podía sumergirme en lo nuevo y buscar temas, objetivos interesantes para mi cámara, novedades susceptibles de ser parte de una serie. Sin embargo, este esfuerzo para mí fue siempre el menor, ya que gozaba del privilegio de viajar con el avión. – Ya a nuestra llegada al aeródromo recibíamos un regalo de flores de bienvenida: enlaces, recomendaciones y ayudas de todo tipo. Así, yo solo tenía que escoger entre todas las ofertas, lo que me parecía más útil. No había puertas cerradas y nada que fuera imposible. Todo, lo que tenía que ver con la mente, el espíritu, y el conocimiento del país, estaba ampliamente a nuestra disposición. A menudo me sentía como la princesa de un cuento de hadas.

Fue una gran suerte que pudiera viajar en un avión y, en ese sentido – vea el comienzo de este capítulo – “algunos lectores“, tienen en parte razón.

Al último rincón del mundo

En la elección de opciones para mi cámara, vine al sur de Chile. El chileno habla del Sur de su país como un coleccionista de un tesoro precioso al que está particularmente prendido. En repetidas oportunidades nos habían dicho que debíamos ir a conocer sin falta el Sur para tener una idea de Chile. Me describían esta “tierra de promisión” con un brillo de añoranza en los ojos, y me contaban cosas maravillosas de este último rincón del país en la frontera del mundo glaciar patagónico, de las montañas volcánicas nevadas entre lagos y océanos y las grietas desgarradas de la cordillera que ahí se aproximan a su fin.  Me dieron muchas ganas de ir a ver el tan alabado Sur.

Mis dos compañeros movieron con gesto de reparo sus cabezas, cuando les expresé con cierta impertinencia mi deseo. Luego empezamos a sacar cuentas: si acaso podíamos o no exponernos  a volar al Sur sin gran pérdida de tiempo.  El resultado fue que se lo robaríamos al calendario. El tráfico aéreo hacia el sur había sido suspendido en esta época del año – la temporada de lluvias ya había comenzado –  y, con todos los demás medios de transporte, el viaje llevaría semanas. Pero nosotros teníamos nuestro “Taifun”!

Así decidimos entonces el paseo al “último rincón del mundo” – como el chileno había bautizado la soledad del Sur. La distancia de Santiago a Puerto Montt, el aeródromo más austral en ese Sur, era de aproximadamente 1300 kilómetros, y planeamos aterrizar en Chillan, a mitad de camino, para reabastecernos de combustible y volar desde allí a Puerto Montt. Nos instalaríamos en el cercano Puerto Varas.

En una mañana algo tormentosa despegamos. Como resultado de la pequeña fiesta de despedida de la noche anterior, había mucho cansancio a bordo, especialmente en el caso mío. Mientras me quedaba dormida, todavía alcancé a pensar que esta cabeza y este cuerpo tan pesados probablemente eran consecuencia  del “tinto“, del  vino – ligero y bueno del país – que se bebe en todas partes. Se me vino a la mente la “cueca“, la danza nacional chilena con su rudo ritmo y su suave melodía, tocada por guitarras. Me dio un poco de lástima Rintintín, que no se podía quedar dormido porque tenía que volar, aun cuando siempre afirmaba que precisamente era entonces cuando mejor dormía.  Miré otra vez de soslayo a Hörstchen, teniendo todavía la vaga impresión de que ya estaba durmiendo, me quedé dormida…

… y me desperté de un fuerte golpe. Un desconsiderado y violento despertar! El “Taifun” había aterrizado y estaba rodando, pero se balanceaba de una manera especial, muy desacostumbrada. Por un momento sospeché que Rintintín se había quedado dormido o que estaba bromeando… pero estaba completamente despierto, y no parecía que estuviera para bromas. Porque cuando pregunté somnolienta qué pasaba, se dio vuelta furioso y señaló hacia atrás. Yo, sin embargo, todavía no entendía, pero me di cuenta que algo raro debía haber sucedido.

Llegar al hangar, saltar e inspeccionar nuestra ave por  todos los lados fue todo uno. Hörstchen dijo lacónicamente: “Rotura del patín de cola en Chillán, con consecuencia desconocida”.

Rotura del patín – , nos miramos bastante perplejos. ¿Acaso podíamos saber que en el aeródromo de Chillán vivían cangrejos de tierra? ¿Podíamos sospechar  que estos amables animales tenían el hábito de cavar hoyos en el suelo y formar montículos de un cuarto de metro de altura? ¿Podíamos adivinar que estos montículos eran más duros que una piedra en períodos de sequía?

Solo sabíamos que este lugar tenía poco uso, pero que debería ser un perfecto campo de aterrizaje fuera de la temporada de lluvias. Sin embargo, uno de los hoyos de cangrejos y su montículo habían liquidado nuestro patín. Los deseos de “buena suerte” (“cuello y pierna rota” – “Hals und Beinbruch”) habían terminado en una suerte a medias (“cuello y patín roto”)…

Esa fue nuestra “aventura Chillán” – y, en lugar de una corta escala  – tuvimos una fastidiosa espera del término de la reparación. Además lluvia. Nuestro hotel tampoco evidenciaba un particular confort, si bien había una solitaria palmera en su patio interior. Esta palmera era lo único que podía ver sentada en la veranda, mientras los hombres reparaban el “Taifun”, balanceándome en una mecedora con la mirada fija y triste en la lluvia, que amenazaba con inundar el patio. La temporada de lluvias ya había comenzado, efectivamente. De vez en cuando me asaltaba el espíritu de acción y me dirigía resuelta al aeródromo para ayudar en la reparación. Desgraciadamente siempre quedé con la impresión que solo era un estorbo. De modo que, para escapar al aburrimiento, decidí visitar una viña alemana que producía “tinto” y me sometí a ser paseada y sacudida en autos de estilo 1870. Al terminar felizmente la reparación, se desató un fuerte temporal. En consecuencia tuvimos que alargar nuestra estadía y dedicarnos al juego de dados con algunos ciudadanos locales acompañados de una original mezcla de coñac y tinto, que fue bautizada como “taifunes”.

Al tercer día pudimos por fin despegar y proseguir nuestro vuelo al Sur, confiando en nuestra suerte a pesar de la temporada de lluvia. El paisaje bajo nuestro avión se asemejaba cada vez más a nuestra geografía alemana en la medida que aparecían verdes praderas, extensos campos y granjas. (Cabe señalar que en esta región se asentaron en alto porcentaje los colonos alemanes, tal vez, porque el clima es más o menos similar al centro de Europa).  

El tiempo no fue particularmente amable con nosotros. Rintintín estuvo constantemente preocupado de rodear el mal tiempo y la lluvia. Unas veces brillaba entre las nubes una cima nevada de la cordillera, otras, asomaba por debajo la costa con su espumosa rompiente. También reconocíamos cerros de color marrón con troncos de árboles calcinados, mudos testigos de un bosque quemado. Por primera vez en nuestro viaje a través de tantos países encontramos este tipo de desmonte. El sur de Chile tiene muchos bosques y cuando se requiere cultivar un pedazo de tierra, se quema esa porción del bosque. Después de eso, quedan enormes troncos carbonizados. Le dan al paisaje, al menos desde el aire, un aire algo melancólico.

Nos acercábamos a la famosa región de los lagos. Apareció Puerto Varas, nuestro destino. Una pequeña ciudad con un campanario de color rojo y blanco a orillas del lago Llanquihue. Ya desde el aire inspeccionamos el hotel que amigos de Santiago nos habían recomendado. Había sido construido hace poco para los veraneantes y lo que vimos nos dejó muy satisfechos. Los chilenos viajan en el verano al Sur como nosotros lo hacemos en invierno – pero no buscando el calor sino porque es deliciosamente fresco. Cuando aterrizamos en Puerto Montt, cercano a Puerto Varas, el día estaba algo más que fresco, francamente helado.

Por desgracia aquí también llovía. La ciudad estaba cubierta de densas nubes, dejando ocultos los cerros de la cordillera. El lago presentaba una vista gris y hostil. Nos sentíamos realmente como “en el último rincón del mundo”. No quedaba nada más que esperar que mejorara el tiempo. Para hacer más entretenida nuestra vida salimos a cabalgar envuelto en nuestros ponchos, vestimenta usada por los locales para guarecerse de la lluvia y del frio. No nos sirvió de mucho. Cambiamos los ponchos por nuestros gruesos abrigos, y seguíamos con frio.

Finalmente, en la mañana de nuestro cuarto día en Puerto Varas, nos sonrió un cielo azul. Había amanecido un día de verano tardío, desplegando de golpe la belleza del paisaje frente a nosotros. Dos volcanes cubiertos de nieve brillaban desde la ribera del frente del  lago, que se extendía en su inmensidad con un verde centellante a nuestros pies. Los conos agudos y blancos de los volcanes emergían empinados sobre el paisaje lacustre y de las colinas. Rodeados de nubes gris azuladas se reflejaban en la superficie del agua. Comprendí por qué los chilenos hablan, con brillo en sus ojos, de su “último rincón del mundo“.

El volcán Osorno, el Fujiyama de Chile, reina solitario e imponente en el Sur

 

El “Taifun” nos llevó por el vasto cielo azul, hacia las montañas, – al Calbuco y al Osorno, que en Chile se conoce como el “Fujiyama chileno“. A nuestros pies, el mundo quedaba a media luz por la sombra de las nubes. Flotábamos en radiante luz sobre una gélida rigidez, sobre glaciares y grietas. En cerrados virajes girábamos alrededor de escarpadas cumbres que brillaban puras e intocadas sobre toda esta tierra gris.

Desde la frontera con Argentina nos llamaba el Tronador, el que se eleva desde el lago Nahuel Huapi destacándose por sobre todos los demás cerros. Nos seducía con una fuerza irresistible, nos atraía cada vez más. Cada vez más prometedor. No pudimos resistir la tentación, a pesar de que nos enviaba fuertes turbulencias como advertencia. Pero no nos dejamos ahuyentar, teníamos que ponerlo bajo nuestras alas.

De su cráter glaciar se alzaban altas y escarpadas paredes, cubiertas de nieve eterna. En una quietud jamás alterada  brillaban glaciares milenarios, malignamente suaves y afilados por las tormentas y los vientos. Se abrían profundos surcos y fisuras, y se estiraban enormes superficies. Con cada rayo de luz dirigido de manera diferente, cambiaba la cara de la montaña: por momentos todavía era lisa en su intocada pureza – y luego nuevamente escabrosa, con arrugas producto de una antiquísima edad. Y bajo el hielo, la nieve y el rígido silencio acecha el fuego, el que puede estallar en cualquier momento, cualquier hora, inundando y abrasando el plano y rígido hielo, – para darle nueva forma, nueva tersura, nuevas grietas, un gigantesco nuevo rostro.

Por la fuerza logramos liberarnos del hechizo con que el Tronador nos cautivaba. Habíamos volado alrededor de él durante casi dos horas…

Al día siguiente nos despedimos del Sur de Chile, del “invierno“, y volamos 1300 kilómetros al norte, a Santiago, al calor.

Aeródromo “algo difícil

Tendidos los tres en el suelo, estudiábamos el mapa para nuestro vuelo hacia el Norte.

El mapa era bastante curioso: una uniforme faja de color marrón rojo oscuro extendida en varios grados de latitud, solo interrumpida por manchas blancas, los cerros nevados de la cordillera. El resto en un marrón rojizo que a nosotros, aviadores, no dejaba de intimidarnos un poco. Era el mapa correspondiente a la famosa “pampa del salitre“, ese elevado desierto que debido a la influencia destructiva del salitre carece de vegetación y se ve completamente muerto y desolado, es decir, es puro desierto.

Con una huincha de medir Rintintín calculaba la distancia del trayecto de nuestro vuelo – SantiagoAntofagasta, la ciudad del salitre en el corazón del desierto – bajo la conocida regla: “la distancia más corta entre dos puntos es la recta”.

“Si despegamos a las 11 de la mañana“- dijo, “podríamos lograrlo. Son 1300 Km con escalas en Ovalle y Copiapó. Todo dependerá del estado de los aeródromos!”

Hörstchen ojeaba una carpeta “Aeródromos de Chile” la que junto con los consejos orales que habíamos recibido, era nuestra única fuente de información y nos leyó:

Ovalle. Aeródromo ubicado en el borde oeste de un pequeño pueblo a unos 10 km de distancia. Hacia el este, hacia la cordillera, lo que había sido una planta de extracción de salitre, reconocible por dos altas chimeneas. Cancha de aterrizaje regular, pareja con ripio.

Copiapó, mina de cobre. El aeródromo se ubica en una meseta de 200 mt de altura que termina en abruptos acantilados en todo su perímetro. Largo 500 mt con buenas condiciones para el despegue y aterrizaje ya que los vientos soplan alineados con el eje de la cancha.

Antofagasta. A 440 mt de altura hacia el interior, a 50 km de la ciudad. Se puede reconocer por la línea del tren y dos hangares en el extremo sur. Terreno disparejo y algo difícil por repentinas trombas de viento locales.”

Con eso concluimos nuestra reunión. La ruta había quedado establecida y solo nos faltaba hacer las maletas, en lo que ya habíamos adquirido cierta rutina. Tras cada estadía mayor había que separar tres tipos de maletas: las del avión, las que debían ser enviadas a los próximos destinos por adelantado y las que había que enviar a Alemania.

En las estadías más largas se acumulaban muchas cosas. “Souvenirs” grandes y chicos, libros y material escrito, que sólo entorpecerían nuestro viaje y eran despachados de inmediato a Alemania. A eso hay que agregar que, por tener que operar aeródromos cada vez más altos teníamos que reducir también la cantidad de nuestra ropa. Yo misma por ejemplo, ya solo contaba con un traje de noche y este también corría peligro de quedarse abajo. Hörstchen y Rintintín se habían tenido que desprender valerosamente de su frac y de su esmoquin. 

Todos nuestros amigos, se habían reunido para despedirnos puntualmente a las 11, hora programada para nuestro despegue. Fue triste separarnos de nuestros amigos santiaguinos. Habíamos hecho buenas amistades que tal vez no volveríamos a ver. También sería el adiós a Chile, un país y   gentes que nos había recibido con extraordinario cariño conquistando por siempre nuestros corazones.

Una y otra vez tomábamos las manos que nos extendían, recibíamos un prometedor paquete de comestibles “para el viaje” y un sentido “adiós y buena suerte”. Luego, acelerador y adelante! Debajo de nosotros Santiago iba desapareciendo, ya solo era un recuerdo.

Pronto el paisaje empezó a parecerse al mapa que habíamos estudiado el día anterior. Montañas peladas y parduzcas, rocas muertas y desmoronadas. En los valles no hay campos, no hay bosques, nada coloreado a lo largo y lo ancho. Lechos de arroyos secos llenos de piedras, por los que tal vez hace milenios fluiría el agua. Siempre montañas y valles con la misma estructura, siempre con el mismo aspecto desolador. Solo el aire, titilante por el calor, aún presentaba un aliento de vida.

En medio de este desierto está Ovalle. Una pequeña localidad cuadrada con unos pocos modestos árboles y un aeródromo. En las cercanías una planta abandonada de salitre. Hörstchen, diligente como siempre, corría donde el jefe de esta desolación con todos los papeles, permisos, certificados de salud, visa etc. bajo el brazo. Rintintín supervisaba el carguío de combustible y completaba el registro de la bitácora. Y yo, me dedicaba a cazar con mi cámara algunos objetivos que valieran la pena.

Después de veinte minutos reanudamos el vuelo sobre un mapa que no cambiaba. A la derecha nos acompañaba la cadena de montañas que con su lejano brillo de nieve nos daba un pequeño consuelo. A la izquierda la rocosa costa apenas visible. 

El ánimo a bordo decayó ostensiblemente. El desierto se apoderó de nosotros, irradiando su desolación hacia nosotros, sometiéndonos a su hechizo opresivo sin poder resistirnos. De repente emergía del extenso color marrón una mancha de roca verde – cobre. Cerca de algunas de esas manchas aparecían construcciones y chimeneas – minas de cobre. Y luego finalmente, después de 500 km de monotonía deprimente, Copiapó. Una ciudad, un aeródromo rodeado de empinados precipicios.

Nos apuramos en el despacho porque la tarde había avanzado bastante. La idea de llegar a un aeródromo desconocido de noche, “algo difícil” por las trombas de viento no nos atraía demasiado. Sin alcanzar a mirar mucho a mí alrededor, ya estábamos en el aire otra vez. La puesta de sol comenzó a enviarnos largas sombras oblicuas ofreciendo una vista más variada del desierto, convirtiendo el feo marrón rojizo en un cada vez más rojo brillante. El desierto de salitre se veía casi hermoso en esta lumbre ardiente.

Una tenue capa uniforme de nubes se extendía a unos 500 metros de altura sobre los cerros y dividía el mundo horizontalmente en dos partes: en un mundo de abajo, en el que ya empezaba a atardecer, y un mundo de arriba, en el que las montañas aún ardían en rojo brillante. El “Taifun” se desplazaba velozmente unas veces por abajo en que apenas se distinguía la rompiente de las olas y otras, por arriba, donde los iluminados cerros parecían nacer del tope de las nubes.

Entonces aparecieron las luces de una ciudad: ¡Antofagasta! Ya había oscurecido y a Rintintín le tocaba encontrar el aeródromo. Gracias a su buen olfato, lo encontró. Habían instalado unas luces para indicarnos la dirección del aterrizaje.

Para orientarse mejor Rintintín dio unas vueltas previas sobre el aeródromo. Hasta lo que se podía apreciar en la oscuridad, no era precisamente algo que diera mucha confianza. Lo que se veía era una planicie sin fin, sin poder distinguir lo que era en concreto el aeródromo. Solo el lugar donde deberíamos posarnos estaba marcado con luces.

El “Taifun” aterrizó. Sentí cuando las ruedas tocaron el suelo. En ese mismo instante el avión se volvió a elevar para luego volver a posarse con un golpe seco. Entonces antes de tener tiempo para asombrarme, el “Taifun” terminó iniciando un violento giro en carrusel. Algo se desplazó estrepitosamente dentro de la cabina. El giro desaceleró y el “Taifun” se detuvo.

Inquietante silencio – Oscuridad completa! – Olía y gustaba a polvo.

“Están todos vivos?”, brotó, tras una eternidad, de los labios de  Rintintín.Y luego, desde la oscuridad un resignado murmullo: “Probablemente de aquí al barco y a casa…”

“Justamente en mitad del desierto!” comentó seco Hörstchen. Uno encendió las luces de la cabina -, seguían funcionando. Otro abrió las puertas -, también operaron. Nos bajamos. El susto había dejado mis piernas temblorosas. Realmente me costaba quitar ese temblor de mis rodillas. Autos vinieron disparados del hangar, la gente nos rodeó asustados, nos felicitaban por haber salido ilesos y corrían a nuestro alrededor como gallinas locas. Nuestro aterrizaje debe haber sido bien feo.

A la luz de los faros de los autos y con la ayuda de todos, el “Taifun” fue empujado en una sola “pierna” hacia el hangar. La otra no podía, algo le faltaba y una tapa se había  aplastado. Me estremecí de ver nuestro avión tan maltrecho.

Después de observar Rintintín, con detención, el daño en el hangar, se dio cuenta que habíamos tenido una increíble suerte; el amortiguador derecho se había desprendido de su alojamiento, pero sin sufrir daño. Las partes de acero de su empotramiento sí estaban deformadas y la compuerta del tren en malas condiciones. El veredicto final de Rintintín: el asunto no era tan malo como parecía, la reparación se podía hacer en el mismo aeródromo – pero dadas las condiciones de Antofagasta no en menos de tres semanas.

Como había dicho acertadamente Hörstchen recién? “Justamente en mitad del desierto!”

De tres haga seis!

Así que allí estábamos sentados, tres aviadores sin avión, atrapados en Antofagasta. En una ciudad no más grande que cualquier pueblo provinciano europeo, en la región más triste de Sudamérica. ¿Qué podría estimularnos aquí? Nos alegramos de saber que había al menos la “Pensión Alemana“, con buenas camas y excelente comida alemana.

De inmediato, Hörstchen se colgó de la línea y pidió ayuda a Santiago. Nuestros nuevos amigos ciertamente, ni en sueño esperaban – igual que nosotros – que tan pronto apelaríamos a su amistad. Prometieron hacer todo lo posible para enviarnos el mejor mecánico de aviación a Antofagasta. Pero a pesar de sus esfuerzos, no fue posible obtenerlo antes de una semana. Así tuvimos que esperar, para bien o para mal, ocho días antes de poder comenzar a trabajar. Motivo de alegría fue que este hombre – maravilla, finalmente, quisiera hacerse cargo de nuestro avión.

Después que Hörstchen había cumplido lo suyo y  darse cuenta que tres semanas en Antofagasta no tendrían nada de seductor, estimó que más provechoso seria tomar el próximo avión a La Paz, Bolivia, que quedarse esperando en Antofagasta. Estuvimos de acuerdo que no estaba del todo equivocado.

De esta manera se salvó de nuestro fatídico “destino Antofagasta”. Rintintín tenía que quedarse de todas maneras ya que tendría que supervisar la reparación. Y yo tenía dos opciones: Antofagasta, Chile, 400 metros de altura, o La Paz, Bolivia, 4000 metros de altura? Decidí quedarme también en Antofagasta. En primer lugar, porque me estaba atrasando con algunos informes y que podría poner al día en la forzada tranquilidad. Además, consideré que no podía dejar a nuestro capitán solo a su suerte.

Unos días después, llevamos a Hörstchen al aeródromo y vimos cómo el “DC – 3”, una de los aviones comerciales más grandes de Estados Unidos, intentaba en vano aterrizar. Dos veces rehusó, la turbulencia le impedía tocar el suelo una y otra vez, y solo a la tercera vez pudo posarse firme en tierra. Tan pronto se apreciaron los torbellinos había partido velozmente un auto para interceptarlo y así deshacerlo e impedir que dificultara el aterrizaje del avión que aproximaba.

Cuando Hörstchen desapareció en el aire, fui a ver nuestro “Taifun” y me dio un susto tremendo. ¿Eso volvería a ser un avión volable? El buen “Taifun” había sido desarmado en sus piezas originales y costaba reconocer su condición de avión. Ya se había comenzado con el trabajo para ganar tiempo mientras llegaba el hombre – maravilla de Santiago. Miré el montón de escombros y envié una oración al cielo, rogando que después del armado  no quedaran por casualidad algunos tornillos y tuercas sobrantes…

Luego me fui a trabajar. En primer lugar, me apropié del jardín de la “Pensión Alemana” como residencia permanente. Había una glorieta bajo la sombra de arbustos floreados, donde instalé una mesa con mi máquina de escribir y una silla, – mi oficina. Cuando levantaba la vista de las teclas veía los hibiscos de color rojo o los multicolores colibríes revoloteando de flor en flor.

 En la quietud de este jardín, trabajosamente plantado y cuidado  -, la tierra fértil tuvo que ser transportada a lo largo de muchos cientos de kilómetros – , los “versos” de mis “obras” atrasadas avanzaron espléndidamente. Las ideas volaban a mi mente como los colibríes a sus flores y cuando a pesar de ello en momentos no  sabía cómo continuar, me iba un rato donde los monos “Chico” y “Chiquita”. Los dos venían de la Amazonía y vivían en una jaula grande y  aireada en el medio del jardín. Animales muy divertidos y entretenidos, pero que también podían ser peligrosos si te acercabas demasiado a su jaula.

A Jerrysita le parecían los monos tan raros como a mí y siempre venía cuando se daba cuenta que yo estaba con ellos. Jerrysita le hablaba a los monos en español, con su madre en holandés y con su padre en inglés. Este genio tenía apenas cuatro años y era hija de un ingeniero que trabajaba en una mina de cobre cerca de Antofagasta y que también vivía en la “Pensión Alemana”.

Jerrysita sabía que cada vez que me acercaba a la jaula habría un tipo especial de diversión. Es que yo les soplaba el humo de mi cigarrillo y eso les agradaba de sobremanera. Chillaban alborozados y rascaban con fruición su piel – al parecer el humo no complacía tanto a los huéspedes de su pelaje. De todos modos, tanto “Chico” como “Chiquita” estaban encantados. Y Jerrysita no menos; aplaudía, saltaba y no se cansaba de la cómica alegría de los monos.

El final de la diversión y su clímax era cuando “Chico” recibía el regalo del resto del cigarrillo aún encendido. Iniciaba una verdadera danza india, tratando alternativamente fumar el cigarrillo, quemarse su pelaje o incluso producir el humo tan ardientemente esperado. Pero siempre terminaba con su enojo cuando se apagaba el cigarrillo perdiendo su encanto.

Cada vez que Jerrysita y yo nos parábamos frente a la jaula, nos sacudíamos de risa. Pero pasó una vez que la jubilosa risa de Jerrysita se convirtió de repente en un grito horrorizado: “Chico” había estirado su brazo a través de las barras de la jaula y había tomado por el pelo Jerrysita. La niña chillaba angustiada y yo trataba de liberarla. Pero la negra y temible manito de “Chico” sujetaba con fuerza los mechones rubios. Mostraba los dientes con furia y cuando finalmente logré zafarlo de Jerrysita, se retiró triunfante a su barra con un mechón de cabello rubio en su mano. Nos había demostrado que fumar un cigarrillo con un mono no era buena idea.

Transcurrieron los primeros ocho días en Antofagasta. El rayo de esperanza en nuestro exilio eran las diarias conversaciones telefónicas vespertinas con nuestros amigos en Santiago, el Comodoro Franke (3) de la Fuerza Aérea de Chile, un chileno alemán, quien de la manera más amable nos devolvió la hospitalidad que había disfrutado en Alemania el año anterior – , y el representante de Junkers, a quien le habíamos dado el nombre honorífico de ” perfecto mosquetero”. Ellos nos mantenían al día sobre el estado de las cosas y nosotros a ellos. Nos informaban sobre las novedades del día a lo que nosotros nada podíamos responder porque no las teníamos. Por lo tanto, no nos quedaba más que buscar consuelo lo mejor que podíamos.

 A la semana llegó puntualmente nuestro mecánico y se puso a trabajar con mucho entusiasmo. Yo me alejé de Antofagasta, pero solo por unos días. El padre de Jerrysita me invitó a visitar la mina de cobre más grande del mundo, Chuquicamata, ubicada a tres mil metros de altura en la cordillera, a unos 150 kilómetros de Antofagasta. Con mucho gusto acepté la invitación porque era una forma útil de hacer algo en el tiempo de espera.

Fui invitado a la mina, que en medio de la pampa salitrera de Chile había establecido un Estado netamente norteamericano, donde se habla inglés y prevalecen las costumbres inglesas. El lugar se encuentra en una planicie al pie de altas montañas nevadas. Sus casas son todas iguales, levantadas regularmente y sin asomo de cariño sobre el suelo desnudo. Delante de algunas, penan unas pocas plantas, trabajosamente cultivadas y mantenidas por las mujeres. Nunca he tenido una impresión más desoladora de un lugar habitado por seres humanos. Siempre me volvía a asediar la idea de que todo este lugar podía ser arrastrado por la siguiente tormenta sin dejar rastro alguno.

Chuquicamata, la mina de cobre más grande del mundo, administrada por los americanos

 

Vi explosiones gigantescas que desmoronaban cerros de mineral de cobre. Observaba el fatigoso trabajo de la gente en este desolado desierto de gran altitud y sus vidas en este exilio voluntario. Por supuesto que conforme a la tradición inglesa se jugaba golf. No sobre hierba lisa, sino sobre rocas desnudas. Me sorprendió que la gente pudiera pensar siquiera en jugar golf. Para mí, la altitud a estas latitudes era tan agotadora que la fotografía ya me parecía un trabajo bastante difícil. En el verdadero sentido de la palabra, volví a respirar de nuevo cuando bajé Antofagasta.

Poco después nos invitaron a la caza de vicuñas. La vicuña es un animal parecido a una llama que vive en la alta cordillera – , tímida y escasa, como nuestra gamuza. No se le debe disparar. ¡Nosotros queríamos cazarla con la cámara!

Rintintín, con la conciencia tranquila, pudo desaparecer del teatro de reparaciones durante tres días; había adelantado sus tareas y había dado sus instrucciones de manera que no pudiera hacerse nada mal.

Partimos de viaje una mañana en camioneta, un pequeño vehículo de carga. Todo un día recorriendo la pampa salitrera, siempre cuesta arriba. Pasando por las plantas de salitre abandonadas en que solo habitaban los buitres, por asentamientos vacíos con desnudos vanos de ventanas y muros derruidos. Se desmoronan de una manera extraña: se funden bajo la influencia del salitre como en un crisol.

El aire parpadeaba con el calor, de modo que todos los contornos se difuminaban. Los cerros parecían estar flotando en el aire y solo volvían tocar el suelo al acercarnos. Además, el salitre cristalizado generaba como por encanto una ilusión de nieve sobre la tierra árida, gris-roja – , fue un viaje complicado y agotador.

En Chuquicamata nos quedamos a pasar la noche, como huéspedes nuevamente en las acomodaciones de la mina. Un centroeuropeo no estaría a gusto en los hoteles locales.

Muy temprano a la mañana siguiente, comenzó nuestra incursión a la alta cordillera. Muy pronto se acabó el camino y continuamos, siguiendo la brújula, sobre terreno plano de piedra dura. Cuanto más subíamos, más fuerte se sentía el frío. El paisaje se hizo cada vez más solitario, sus colores más brillantes. Las rocas irradiaban alternativamente rojo -hierro, verde-cobre y amarillo-azufre.

Altas montañas de seis o siete mil pies de altura, cubiertas de nieve, emergían alrededor nuestro desde las grises – rojizas rocas hasta el cielo azul oscuro. A los cuatro mil metros, apareció una vegetación rojiza, la luz iluminaba las rocas en los colores más variados.

Pasamos por pequeños lagos azules, en cuyas orillas pastaban llamas con coloridos colgantes en las orejas. Encontramos cabañas de piedra abandonadas y conocimos a nuestro primer nativo real: una cara bronceada, cubierta con un sombrero de paja deshilachada como protección de los rayos abrasadores del sol. Sobre sus hombros, un poncho contra el frío, en la espalda dos panes envueltos en un paño, – el alimento para la jornada -, y en los pies descalzos, suaves sandalias. Corría con trote corto típico de su raza, rápido y ligero como un animal. Para nosotros solo el caminar nos resultaba difícil -, él corría sin esfuerzo acostumbrado a la altura.

Incluso el motor de nuestra camioneta empezó a rebelarse. Cada vez mostraba menos fuerza, no se sentía bien con la altura. Incluso tuvimos que empujar la camioneta por una pequeña subida porque ya no podía hacerlo por su cuenta. Nuestro propio motor, el corazón, también solo lograba este esfuerzo solo a expensas de todas nuestras energías. Después de todos modos tuvimos que descansar como media hora. Realmente me sentí enferma.

Además, sentía un frio horrible. El recio viento de altura traspasaba nuestros gruesos abrigos y chaquetas de cuero y penetraba hasta los huesos. El panorama de caza de vicuñas ya no me entusiasmaba particularmente.

Finalmente al mediodía llegamos a nuestro destino. Delante de nosotros yacía un campo de arena de kilómetros de ancho, de color marrón amarillento, liso y duro por el viento y el sol. Aquí aparecen las vicuñas a la hora del almuerzo, de a cinco o seis. Este sería el sitio  ideal para un aeródromo si no fuera porque está a cuatro mil quinientos metros de altura. Mientras pensaba que estábamos aproximadamente a la altura del Mont-Blanc y que habíamos ascendido nada menos que en auto, observé que a mi alrededor empezaron a sacar sus binoculares: habíamos logrado dar con una manada.

Un grupo de animales que pacía tranquilamente apareció en el borde del campo. Zigzagueando cuidadosamente, siempre contra el viento, los acechamos. Tenía que tener mucho cuidado de no perderlo del visor. Era difícil distinguir los animales del marrón amarillento de la tierra, porque su pelaje es del mismo color. Justo antes de que las vicuñas nos olfatearan, las atrapé con el foco de la larga distancia. Luego comenzó precipitadamente la caza. Con largos saltos iban escapando y nosotros con el coche tras ellas. Desagraciadamente eran más rápidas que nosotros. Y nuestro motor, a pesar de nuestro aliento, no pasaba los cuarenta kilómetros por hora. Nuestra caza se desplazó velozmente hacia el otro extremo del campo, emprendió el ascenso por una ladera y desapareció de nuestra vista.

A la caza de fotografías de vicuñas en la alta cordillera del norte chileno

 

Nos había agarrado la fiebre de la caza. Esperábamos hallar más manadas y tuvimos suerte. No solo una, incluso dos, pude captar con el lente de mi cámara. Durante dos horas estuvimos recorriendo a buen ritmo el campo en todas las direcciones, – si es que se puede llamar “buen ritmo” lo que nuestro venerable auto era todavía capaz de desarrollar -, y cuando emprendimos el camino de regreso, a pesar de mi cansancio y frio, estaba muy satisfecha con mi “botín de caza”.

Al llegar a Antofagasta, Rintintín cayó enfermo en cama y yo tuve que acudir con una mejilla hinchada al dentista. Durante ocho días hice unas veces de enfermera y otras de paciente. Desde Lima, donde había continuado su viaje, recibimos correspondencia de Hörstchen contándonos en colores su regia vida, lo que de ningún modo mejoraba nuestro ánimo. Pero tampoco queríamos admitir nuestra rabia  y seguíamos cultivando nuestra paciencia.

Fue muy difícil, como enfermo y esperando el término de la reparación, mantener la paciencia en Antofagasta. Rintintín no pudo soportarlo. Se dirigió al aeródromo para ver lo que se estaba haciendo. El “Taifun” recién le habían instalado el amortiguador y el mecánico declaró que el trabajo se extendería por otros diez días.

Rintintín volvió a casa y sufrió una recaída. Tuvo que volver a la cama. Cuando después de ocho días se sintió mejor, también el “Taifun” había logrado volver a sus dos piernas. Se remacharon parches de acero. – Quedan ocho días.

 Rintintín se había restablecido completamente. Preparamos la cabina. El “Taifun” volvió a tener alas. – Quedan tres días.

Y entonces, finalmente, nuestro aparato volvió a parecerse a un avión. Al día siguiente se haría el vuelo de prueba.

Llegó el gran momento del despegue. Nuestro mecánico – mago observaba con una expresión un tanto de duda en su rostro los primeros “intentos de caminar”,  como si no estuviera completamente convencido del éxito de su trabajo. Tensamente seguíamos el vuelo de nuestro “Taifun” sanado. Con cautela hacia Rintintín sus evoluciones, probó los flaps y el tren de aterrizaje, retracción-extensión, retracción-extensión, aterrizó, volvió a despegar y pasó finalmente rasante sobre nuestras cabezas culminando con un pronunciado ascenso al cielo, como solía hacerlo en el pasado. ¡Nuestro “TAIFUN” volvía a volar!

Locos de alegría telegrafiamos a Lima que llegaríamos pasado mañana. Pero nuestros exámenes en Antofagasta aún no habían terminado:

Cuando regresamos, al día siguiente, de un vuelo de prueba algo más largo, un teniente chileno tuvo la ocurrencia de confiscar mis cámaras. Ingresaron a la custodia de la seguridad aérea. Partimos de inmediato al teléfono más cercano para aclarar esta equivocación lo antes posible. ¡Irónicamente me sucedía en Chile, país que me había otorgado doble y triple permiso para tomar fotografías aéreas!

Nuevamente tuvimos la ayuda, que nunca nos faltó, de nuestros amigos en Santiago. Pero aun así, tuvimos otros tres días de ejercicio de nuestra paciencia para la devolución de mis cámaras. El diligente teniente se disculpó al momento de la devolución murmurando algo sobre espías, que estaban haciendo de las suyas esos días.

Por fin habían terminado los sufrimientos en Antofagasta. Las tres semanas que debería haber demorado la reparación, se habían transformado en una estadía de seis semanas en el desierto del salitre. Sin pesar vimos desaparecer la ciudad bajo nuestras alas”.

*

La gira del ”Taifun” D-IBFW seguiría hacia el norte recorriendo 40.000 km durante seis meses, un itinerario alterado significativamente por las reparaciones en Antofagasta y posteriormente en Cali. El tramo hasta Cali con escalas en Arequipa, Pisco, Lima, Chiclayo, Talara, Guayaquil y Quito no tuvo mayores inconvenientes salvo que la “subida” a Quito solo resultó al segundo intento y el vuelo a Cali fue con pésimo tiempo. En Cali volvió a producirse la falla en el tren derecho (según Rintintín por mal trabajo hecho en Antofagasta)  agravado ahora con el colapso también del tren izquierdo y rotura de la hélice. Era un nuevo retraso en la gira con otro mes y medio de reparaciones.

Con el avión reparado en Cali la gira paso a ser una carrera contra el tiempo ya que había que coincidir en Nueva York con la salida del vapor “Europa” el 9 de Junio donde se embarcaría el “Taifun”. El itinerario continuó con las siguientes escalas: Panamá – las capitales de Costa Rica, Nicaragua y El Salvador – , Ciudad de GuatemalaTapachulaOaxacaCiudad de Méjico. Quedaba un poco más de una semana para el zarpe del “Europa” desde Nueva York a Alemania, de modo que no había espacio para correr riesgos de otro retraso por algún imprevisto. La tripulación decidió emprender los últimos alrededor de 4000 km en un vuelo “non stop” solo con detenciones para el reabastecimiento del “Taifun”.

El plan fue salir (tras tres horas de vuelo de Ciudad de Méjico) de Brownsville, la ciudad fronteriza de los EEUU a las cuatro de la mañana (Hora de Nueva York) y reabastecerse con detenciones de 20 minutos en Houston, New Orleans, Atlanta, Greensboro y Baltimore, para rematar finalmente, antes del anochecer, en el aeródromo de Floyd Bennet de Nueva York.  El plan se cumplió exitosamente dejando a la tripulación y al “Taifun” con tres días disponibles para su presentación y vuelos demostrativos sobre la ciudad.

Después de cruzar el Atlántico a bordo del “Europa” el “Taifun” D-IBFW fue armado y preparado para su último tramo de vuelo: Bremen – “Tempelhof” Berlin. Se había completado la gira.

La tripulación debió sentir, por cierto,  una enorme satisfacción y alegría al ver cumplida exitosamente la tarea que se había impuesto. Lo que no se imaginaban era que esa cruz esvástica, símbolo del “Tercer Reich”, – que había devuelto la dignidad al pueblo alemán tras la derrota de 1918 y la pesada carga del tratado de Versalles –, había flameado orgullosa en las Olimpiadas de 1936 en Berlín y se había paseado con el “Taifun” por los cielos de America, tenía sus días contados.

Tampoco estaría en su mente que el aeropuerto “Tempelhof” de Berlín, donde se les recibió como héroes, terminaría en menos de una década convertido en un lugar rodeado de ruinas y escombros producto de la más despiadada guerra de los tiempos modernos.

La insania de unos pocos arrastró toda una nación a una aventura bélica de conquistas que interrumpieron un proceso encabezado por pioneros alemanes de la aviación en Sudamérica que se habían entregado con pasión, espíritu de colaboración y paz, a construir los nuevos caminos de comunicación que posibilitaban los audaces avances tecnológicos de la industria aeronáutica.

Finalmente cabe destacar que el motorcito del “Taifun” respondió durante esta extensa gira en las diversas condiciones climáticas y alturas, a las mil maravillas, sin registrar ninguna falla. 

 

     

 

Último vuelo del “Taifun” D-IBFW sobre Nueva York

 

 

 

 

 

Recepción en el aeropuerto “Tempelhof” de Berlín

 

 

 

 

 

Memorial en “Tempelhof” del Puente Aéreo norteamericano  1948 –1949 conocido por el apodo “garra de hambre” evocando las manos extendidas de los hambrientos berlineses de post guerra.

 

(3) Se trata de Eduardo Jensen Franke (1911-1985), efectivamente oficial de la FACH que había sido comisionado en 1936, con el grado de Teniente, para representar al país en las Olimpíadas de Berlín, en la especialidad de Vuelo sin Motor. La destinación se extiende por dos años para estudiar la estructura de la fuerza aérea alemana tener la oportunidad de volar los distintos tipos que se fabricaban en ese país. En 1935, el Comandante Arturo Merino Benítez, al fundar la Línea Aérea Nacional, lo comisiona como piloto de la línea junto a otros 37 pilotos, con quienes se inician las operaciones y abrir así las rutas comerciales a Magallanes. En 1938 no era precisamente “Comodoro” como se señala en el libro, sino Capitán de Escuadrilla. En 1956 y como consejero de LAN Chile, propone el primer vuelo (DC-6B) de turismo al territorio antártico, programándose para el mes de febrero de 1957, lo que concita gran interés en el extranjero (Acta de Sesión N° 1.336, del 25 de julio de 1956). Se desempeñaría como Comandante en Jefe de la FACH durante el período 1961 – 1964. Aficionado arqueólogo estuvo particularmente interesado en los jeroglíficos en las laderas de nuestro desierto. En 1978 visita en avión desde Lima, – acompañado del entonces Gerente General de LAN para el Peru, Julio Matthei Sch. -,  las figuras de Nazca. Eduardo Jensen, era un entusiasta investigador de las figuras incaicas antiguas. En Nazca conocen a Maria Reiche, geógrafa y matemática alemana residente en Nazca, investigadora de las figuras y autora del libro “Secreto de la Pampa”.

Categories: Crónicas

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