Por J. Eduardo Caamaño (*)

“Hoy, al leer mi libro, tengo ganas de reír por el tono de insolencia que encuentro en mis propias palabras. Ya no soy tan insolente de espíritu como antes. No por ser consciente de que un día la muerte podría acercarse para soltar su aliento sobre mi cuello. Seguramente no es por eso, aunque pienso a menudo que podría suceder. He sido aconsejado por personas de altos cargos para dejar de volar, puesto que un día podría caer. Sería muy miserable conmigo mismo si ahora, cubierto de gloria y condecoraciones, fuera a convertirme en un pensionado de mi propia dignidad con el único fin de salvar mi preciosa vida por la nación. Mientras cada uno de los compañeros de las trincheras siga cumpliendo con su deber, yo seguiré cumpliendo con el mío.»

Manfred von Richthofen

Ofensiva alemana de primavera – Domingo, mañana del 21 de abril de 1918

El aeródromo del 209º escuadrón británico situado en la pequeña localidad rural de  Bertangles amaneció bajo una espesa niebla que se fue disipando gradualmente a medida que la mañana avanzaba. Era notable el movimiento frenético de mecánicos entrando y saliendo de los hangares con sus pesadas cajas de herramientas, mientras los pilotos charlaban reunidos en un círculo, no muy lejos de sus aviones.

El 209º escuadrón (antiguo 9º escuadrón naval antes de su fusión con la RAF) había recibido órdenes de que una patrulla despegase a las 09:00 para que vigilara el sector  alemán entre Amiens y Albert, pero la niebla y el mal tiempo les obligaría a permanecer  en tierra hasta alrededor de las 10:00.

El mando del 209º escuadrón británico estaba a cargo del capitán canadiense Arthur  Roy Brown, nacido en la ciudad de Toronto. Brown, un joven de 25 años con comprobada experiencia de combate y dueño de un palmarés de nueve victorias. Había asumido el mando del 209º hacía tan solo dos meses, en un momento decisivo de la guerra para los Aliados, que ya no podían permitirse fallar en su intento de derrotar definitivamente a los alemanes  tras cuatro años de mutuas masacres. En aquella mañana del 21 de abril, Brown despertó temprano quejándose de un intenso dolor en el estómago causado por una úlcera que llevaba semanas atormentándole. El mayor Charles Butler, oficial comandante del 209º escuadrón, había insistido en reiteradas ocasiones a Brown que cogiera un permiso de un par de semanas hasta que se recuperase por completo, pero Brown rechazó cada una de sus ofertas. Consideraba que las cosas eran demasiado complicadas como para abandonar su puesto y por ello creía que se hacía obligatoria la presencia de todos los pilotos disponibles aunque estuviesen sufriendo alguna molestia.

Mientras tanto, no muy lejos de allí, la 53ª batería antiaérea australiana se posicionaba más allá del alto de una colina en Morlancourt Ridge. En el extremo norte se encontraba el artillero de la infantería australiana Robert Buie, preparando sus ametralladoras Lewis para una jornada más de vigilancia de su sector. Descendiente de escoceses, este joven australiano de 25 años tenía un carácter tranquilo y tímido que contrastaba con una soberbia destreza para disparar armas de fuego, habilidad muy conocida entre sus compañeros de la 53.

Buie estaba acompañado de otro artillero, William James «Snowy» Evans de 27  años, que antes de estallar la guerra trabajaba como esquilador en Queensland. El alias «snowy» (cubierto de nieve), se debía al color de su pelo, un rubio extremadamente claro, tirando al blanco. Según el historiador Dale Titler, «Snowy» Evans era descrito por sus compañeros como «un demonio con la bebida, pero como soldado se trataba de un hombre extremadamente fiable». Evans era un chico muy apreciado por su tropa y bastante más extrovertido que su compañero Buie.

Cerca de 1000 metros al sudeste de la 53ª batería se encontraba la 24ª compañía de ametralladoras australiana, comandada por el capitán F. Watts. Uno de los más destacados suboficiales de la tropa de Watts era el sargento Cedric Basset Popkin de 27 años, natural de la ciudad australiana de Sídney, quien tenía a su cargo cuatro ametralladoras Vickers. Dependiendo del sector en donde se encontraba el trabajo de la artillería antiaérea, podía resultar muy aburrido. Las horas pasaban lentamente y el sol molestaba. En días de poca acción, los soldados solían sacar de sus bolsillos una baraja o alguna otra distracción que les ayudara a pasar el tiempo.

Cruzando las líneas, a 35 kilómetros de distancia de Bertangles, se encontrada el aeródromo alemán de Cappy, también cubierto por la niebla. Los aviones de la JG1 ya estaban alineados y listos para despegar. Se podía apreciar desde lejos la llamativa de colores de sus relucientes Fokker triplanos. Algunos estaban pintados de verde, otros de azul o naranja. Pero en el medio, un avión de color rojo vivo destacaba a entre los demás, sobre todo porque se trataba del avión del todopoderoso kommandeur, dueño incontestable de un incomparable palmarés de 80 victorias. Su fama y supuesta invencibilidad le hizo conocido entre sus enemigos como el temible Barón Rojo».

El dichoso barón Manfred von Richthofen miraba el cielo contemplando cómo la neblina se diluía bajo la fuerza de los primeros rayos de sol. Su experiencia como piloto le permitía hacer acertados pronósticos meteorológicos, muy útiles a la hora de planificar las patrullas. Aquella mañana, Richthofen comprobó que las condiciones meteorológicas eran favorables. La jornada presentaba vientos que soplaban a una velocidad que podían alcanzar los 50 km/h en altitudes superiores a los 2000 metros, un panorama bastante común para la época del año. El único fenómeno atípico era la dirección del viento, que soplaba desde el oeste, exactamente lo opuesto de lo normal. Los pilotos aliados y alemanes que luchaban en el frente francés estaban acostumbrados a volar bajo una condición de viento casi permanente, que les permitía recorrer una distancia de tres kilómetros por minuto volando a una velocidad de crucero de 150 km/h.

Cuando el viento sopla en la dirección opuesta a la habitual, como era el caso, la distancia recorrida se reducía a la mitad (1,5 kilómetros por minuto). Al ser tan ligeros, los aviones solían ser «arrastrados» durante el combate, hacia una dirección u otra a las líneas enemigas, así que la dirección del viento era un factor muy importante a tomar en cuenta, puesto que un piloto podía inadvertidamente exponerse al fuego de la artillería enemiga o incluso perder su orientación. Lo que Richthofen desconocía en aquel momento era el grado de influencia que aquel atípico factor meteorológico ejercería sobre los acontecimientos que vendrían a suceder horas más tarde.

Mientras sacaba sus conclusiones personales acerca de las condiciones meteorológicas,  Richthofen ansiaba rematar la jornada. Sobre su mesa le esperaba un billete de tren con destino a la región de la Selva Negra, donde se encontraría con el padre de su fallecido compañero Werner Voss, quien vivía en aquella región y le había invitado a disfrutar de un merecido descanso en su residencia. Amante de la caza el Sr. Voss tenía mucha ilusión en entrar en aquellos bosques, armado con su escopeta,  acompañado de un eximio cazador como Richthofen, que además era uno de los mejores amigos de su fallecido hijo.

Mientras tanto, los pilotos del geschwader charlaban animadamente junto a sus aviones, recordando los recientes éxitos obtenidos en la última semana. Además, aun se podían notar los efectos de la resaca de la noche anterior, cuando estuvieron  celebrando la 80ª victoria de su kommandeur, un número que el propio Richthofen jamás imaginó alcanzar. El as alemán sabía que este hito aumentaría las especulaciones de una eventual salida de escena. Las pérdidas prematuras de Oswald Boelcke y Max Immelmann, sumadas a las de decenas de otros prometedores pilotos rondaban en la mente del alto mando alemán, que no podía permitirse el lujo de perder a una figura tan destacada como Richthofen, un hombre que había sido capaz de romper  con todas las estadísticas, sobre todo la más importante de todas: la de lograr seguir con vida tras tantos meses de feroces combates.

«Una y otra vez, sus risas se podían escuchar por todo el campo del aeródromo. En realidad, tenían toda la razón del mundo para estar de buen humor: El extraordinario  éxito alcanzado en los últimos días, el reconocimiento de sus superiores y sus veloces triplanos, que habían demostrado pertenecer a una gama excelente.»

Karl Bodenschatz, oficial adjunto de la JG1

RE.8

A medida que la niebla se fue despejando, el 3º escuadrón británico, estacionado en Poulainville, envió a las 10:00 a dos de sus aviones RE.8 al frente, según lo previsto en la noche anterior. Uno de los aviones era pilotado por el teniente S.G. Garrett y otro por el también teniente T.L. Simpson. Ambos iban acompañados de sus respectivos observadores, A.V. Barrow y F.C. Banks. En pocos minutos sus aviones ya se encontraban en el cielo y empezarían a registrar con sus cámaras el bosque de Le Hamel. La 5ª división australiana tenía la intención de enviar una tropa para peinar esta zona, pues se sospechaba que podría existir un depósito de suministros para proveer de municiones a las tropas alemanas estacionadas en el sector. Los alemanes, por su parte, necesitaban conocer la disposición de las tropas aliadas al sur de Villers-Bretoneux y para ello organizaron una patrulla compuesta por una pareja de Rumplers CV. Curiosamente, ninguna de las formaciones contaba con una escolta, una negligencia que podría poner en riesgo el éxito de sus respectivas misiones.

Rumpler CV

Pocos minutos después del despegue de los RE.8 británicos, el aeródromo de Cappy recibió un aviso, que interrumpió la charla de los pilotos, alertando de la presencia de los dos RE.8 en la región. En pocos minutos, como ya era rutinario, un hormiguero de mecánicos y personal de tierra empezó a moverse alrededor de los aviones para poner en marcha la primera misión del día. Mientras se preparaba para subir a bordo de su Fokker, Richthofen se dio cuenta de que alguien le había sacado una foto cuando jugueteaba con su perro Moritz, lo que no le hizo mucha gracia. En los aeródromos alemanes rondaba un mito acerca de una «maldición» que perseguía a los pilotos que eran fotografiados antes de despegar. El propio Oswald Boelcke, quien no creía en supersticiones, se dejó fotografiar mientras se preparaba para una misión el 28 de octubre de 1916. Minutos más tarde, su avión chocaría accidentalmente con el Albatros de su compañero de staffel, Erwin Böhme, averiando los dos aparatos. Böhme logró escapar ileso del percance, pero el avión de Boelcke se estrelló fatalmente contra el suelo, matándole al instante.

Esta terrible maldición tomaría más fuerza meses más tarde, con la muerte de Karl-Emil Schäfer, que se produjo dos horas después de haber sido fotografiado en el aeródromo de Roucourt. Definitivamente las cámaras no eran bienvenidas en los aeródromos.

Albatros DIII

La siguiente es considerada por algunas fuentes como la última foto de Richthofen, pero en realidad, ha sido sacada en Roucourt, donde la Jasta 11 instaló su aeródromo entre el 13 de abril y el 9 de julio de 1917. Se puede apreciar a dos asistentes ayudándole a ponerse su capucha y sus botas junto a un avión, cuya ala, visible en la foto, corresponde a la de un Albatros D.III. Sus botas de combate se encuentran actualmente expuestas en el Australian War Memorial en Canberra. Richthofen solía volar siempre con una vieja y maltratada chaqueta de piel, aunque su madre le enviaba chaquetas nuevas.

El oficial adjunto de la JG1, el oberleutnant Karl Bodenschatz, plasmó un breve relato acerca de aquella mañana en su diario:

«Richthofen siempre estaba listo para volar y aquel 21 de abril no fue distinto. Por la mañana temprano, habíamos recibido informes acerca de la presencia de aviones  enemigos en el cielo, así que ya teníamos todo preparado para que despegara la primera patrulla del frente. Los pilotos habían sido avisados y estaban a la espera de recibir las instrucciones de la misión. Richthofen se encontraba entre ellos llevando su vieja chaqueta de vuelo. Todos se encontraban de buen humor, que se mantuvo incluso después de iniciada la misión.»

La disciplina y destreza demostradas por Richthofen y el capitán Brown, del 209º escuadrón británico eran objeto de admiración por parte de sus pilotos, aunque los pilotos poseían personalidades antagónicas. Richthofen era el piloto más famoso  de todos los frentes. En Alemania, algunas chicas exhibían orgullosas los pósteres de Richthofen colgados en sus habitaciones, como si de una estrella pop se tratara. Su imagen se extendió por todos los rincones de Alemania, a través de los quioscos que comercializaban una amplia gama de postales con su imagen. Todo esto, gracias a la propaganda de guerra alemana, que desempeñó una importante labor para convertir a Richthofen en un mito viviente. Su carrera, consolidada por la impresionante cifra de 80 victorias, no sería superada por ningún otro piloto en la Primera Guerra Mundial.

Brown era del tipo tímido y modesto. Cuando era preguntado, hablaba con escaso interés acerca de su palmarés de nueve victorias. No le preocupaban demasiado sus logros personales, tenía un sentido más a favor del esfuerzo colectivo, que en superar retos personales. Richthofen era todo lo contrario.

Aficionado coleccionista y cazador, contabilizaba y registraba cada una de sus victorias, se interesaba en saber todo lo que podía acerca de los pilotos que derribaba y cuando era posible, tomaba tierra al lado del avión enemigo recién derribado para recoger algún recuerdo del combate, aunque normalmente contaba con la colaboración de algún soldado para hacerlo.

Pero había algo en común entre aquellos dos pilotos. Ambos estaban cansados de aquel conflicto sin fin. Brown vivía aquella guerra con mucha tensión y eso se podía notar en las crisis de gastritis que a veces le impedían volar. Sufría además de una inflamación en el colon y tenía sus nervios hechos polvo. Caminaba por el aeródromo  con lentitud, como si todo el peso de la guerra se apoyara sobre sus hombros. Había perdido 11 kilos y se le notaba destrozado, tanto física como mentalmente. Tenía los ojos hundidos y su pelo se había vuelto canoso en muy poco tiempo. Con tan solo 24 años de edad, Brown ya parecía un hombre de 50.

Richthofen, por su parte, jamás se recuperó totalmente del disparo que le destrozó parte del cráneo. Se quejaba de constantes jaquecas y se sentía profundamente deprimido con las noticias acerca de la muerte de sus compañeros, que llegaban en un goteo incesante y doloroso. Había perdido en menos de dos años a Boelcke, Holck, Kirmaier, Zeumer, Schäfer, Voss, Wolff, Allmenröder y Böhme, y casi estuvo a punto de perder a su hermano en por lo menos tres ocasiones.

El capitán Oliver Colin LeBoutillier, piloto del 209º escuadrón y compañero de Brown, hizo un breve relato sobre los efectos que toda aquella presión ejercía en ellos:

«Las cosas que vi y sentí a menudo me hacen reflexionar acerca de los límites de la resistencia humana. Las constantes presiones de volar y combatir conllevaban efectos drásticos. Estas presiones influían a cada persona de forma distinta. He visto cómo algunos pilotos cambiaban de humor por completo en un solo día, sobre todo cuando perdían a un compañero cercano o cuando habían escapado de la muerte por los pelos. Otros simplemente se colapsaban y empezaban a llorar como niños. Pero a muchos se les notaba un cierto deterioro, lento y gradual, muchas veces irreversible.»

En Bertangles, los aviones ya habían arrancado los motores y enfilaba sus morros hacia el pie de pista para levantar vuelo. Junto a Brown estaban los tenientes Lomas, Mellersh, Mackenzie y un ansioso e inexperto piloto, Wilfrid May, conocido como «Wop» entre sus compañeros.

May se había incorporado recientemente al 209º escuadrón, tras algunas semanas de entrenamiento y estaba a punto de hacer frente a su primera misión, una patrulla de rutina sobre el sector alemán entre Amiens y Albert. El novato piloto y el capitán Roy Brown se conocían del instituto en Edmonton y eran amigos cercanos. May no esperaba coincidir con su compañero de instituto en aquel conflicto y mucho menos imaginar que estaba a punto de convertirse en el epicentro de uno de los episodios más polémicos de la Primera Guerra Mundial.

Antes de despegar, Brown decidió hablar con May y le advirtió de que no se metiera en líos. En otras palabras, si durante la patrulla se produjera un encuentro con una formación enemiga que culminara en un combate, May debería mantenerse  alejado, limitándose a observar desde una distancia segura. Si eventualmente fuera atacado, debería retornar inmediatamente a Bertangles.

Brown era consciente de que May carecía de la formación adecuada, pero que las crecientes e imparables bajas que se producían día tras día no permitían retener a los novatos por mucho tiempo en la escuela. La necesidad, imperante, exigía soldados nuevos todos los días. «Wop» May estaba ansioso por despegar y apreciar, desde un ángulo muy privilegiado, casi un palco vip, cómo se desarrollaba un combate aéreo entre la todopoderosa Royal Air Force y los míticos aviones del circo volante.

Richthofen también tenía un piloto novato volando con su patrulla. Se trataba de su primo, Wolfram von Richthofen, quien realizaba su primera misión y había recibido las mismas órdenes dadas por Roy Brown a su amigo y protegido «Wop»  May. Entre los pilotos veteranos había una costumbre muy extendida de intentar cuidar en la medida de lo posible de la seguridad de los novatos. Ya se habían producido  demasiadas muertes en ambos bandos y nadie querría que un joven piloto perdiera  la vida por una estupidez.

En realidad, tanto Brown como Richthofen temían que sus pupilos se viesen  involucrados en una melée -palabra francesa que define una circunstancia inesperada que desorganiza las formaciones, imposibilitando el desarrollo de estrategia en conjunto, obligando a los piloto a emprender una lucha «cuerpo a cuerpo» con su oponente, sin poder contar con la cobertura de su grupo-. Es decir, en pocas palabras, melée significa «caos aéreo», una situación extremadamente letal, sobre todo para los pilotos con poca o ninguna experiencia de combate, como era el caso de «Wop» May y Wolfram von Richthofen.

El 209º escuadrón británico emprendió vuelo con una formación de 15 aviones Sopwith Camel distribuidos en tres grupos que fueron despegando en intervalos consecutivos de cinco minutos. El primer grupo, liderado por el capitán Roy Brown, despegó a las 10:30, acompañado  de los tenientes W.J. Mackenzie, Lomas, F.J.W. Mellresh y «Wop» May. El grupo «B» era liderado por el capitán Oliver Le Boutiller, acompañado por los tenientes C.G. Brock, M.A. Harker, R.M. Foster y M.S. Taylor.  El mando del grupo «C» estaba a cargo del capitán Oliver W. Redgate, acompañado de los tenientes C.G. Edwards, J.H. Siddal, A.W. Aird y E.B. Drake. Este tipo de misión normalmente exigía una formación de cinco aviones, número que era más fácil de gestionar, sobre todo si se daba un eventual encuentro con el enemigo. No obstante, la ferocidad de los combates aéreos se había incrementado de tal manera, que ningún escuadrón osaba despegar sin una formación superior a 15 o 20 aviones.

Sopwith Camel

Escasos minutos después del despegue, el grupo «B» del 209º escuadrón británico liderado por el capitán Le Boutiller interceptó la presencia de la pareja de aviones Rumpler, realizando una labor de reconocimiento. Le Boutiller dio la señal a sus hombres, que se lanzaron inmediatamente al ataque hacia el dúo alemán. Sin capacidad de reacción, el Rumpler tripulado por los oberleutnants Karl Fisher y Rudolf  Robinius fue abatido por el teniente Taylor, cayendo envuelto en llamas.

Mientras tanto, en Cappy, dos grupos de seis Fokker triplanos calentaban sus motores para despegar. Richthofen despegó a las 10:30 con una formación compuesta  por aeronaves Albatros de la Jasta 5 y Fokker triplanos de la Jasta 11. Le acompañaba su primo Wolfram von Richthofen, además de Edgard Scholz, Hans-Joachim Wolff y  Walther Karjus.

Este último había perdido una de las manos en el comienzo de la guerra, cuando era observador. Para poder seguir luchando en la guerra como piloto de combate, decidió utilizar una garra de acero diseñada especialmente para él, que le permitía pilotar un Fokker Dr.I. Los aviones desaparecían gradualmente en el horizonte, mientras se dirigían al oeste del valle del Somme hacia las líneas enemigas, que ahora sufrían un movimiento constante, acorde con los avances de cada bando, un escenario impensable en los primeros años del conflicto. Como de costumbre, la misión de la JG1 era acompañada atentamente por su oficial adjunto, Karl Bodenschatz, a través de sus inesperables prismáticos. Bodenschatz tenía 27 años, edad ligeramente superior a la de gran parte de pilotos de la JG1, pero mantenía una cercana relación con todo el grupo y una preocupación constante acerca de la suerte de sus compañeros. Sabía que su oficio era extremadamente peligroso y que las posibilidades de que el grupo volviese incompleto eran enormes. Estaba lejos de imaginar que aquella mañana se produciría una de las más legendarias batallas aéreas de la Primera Guerra Mundial.

A las 10:35, los pilotos alemanes divisaron los dos RE.8 del 3º escuadrón del Cuerpo Aéreo Australiano realizando una misión de reconocimiento a 2000 metros de altitud, cerca de Hamel. Los RE.8 eran una presa muy apetecible, pero también podían estar allí como una especie de «cebo» para atraer a la formación alemana a una emboscada mortal. Antes de dar la orden de ataque, Richthofen estudió detenidamente el ambiente a su alrededor y tras comprobar que el cielo estaba limpio, dio la señal a sus hombres. Los observadores británicos no habían llegado a hacer ni siquiera una docena de fotos, cuando fueron sorprendidos por el ruido de los motores alemanes, que se dirigían hacia ellos a toda velocidad. El teniente F.C. Banks tiró su cámara al suelo de su carlinga y empezó a disparar, mientras su piloto, el teniente Simpson intentaba a toda costa escapar del acoso enemigo, pero al tratarse de un avión más veloz, su contrincante alemán conseguía fácilmente acercarse detrás de su cola, una y otra vez. Al darse cuenta de que se encontraba en una condición de patente inferioridad, Simpson decidió hacer un giro brusco y se asomó a un banco de nubes, ocultándose del fuego enemigo.

La atención de los alemanes se volvió entonces hacia el otro RE.8, tripulado por los tenientes Garrett y Barrow, conocidos entre los suyos por su audacia en combate. El notable control que Garrett tenía sobre los mandos de su avión, unido a la destreza de Barrow en las ametralladoras, les permitió abatir en pocos minutos a su primer oponente, un triplano de la Jasta 5. Garrett aprovechó los escasos minutos que tenia de margen antes de que se le acercara otro triplano alemán y decidió también ocultarse entre las nubes. Al comprobar que la zona estaba libre de aviones enemigos dieron por finalizada su misión de reconocimiento y retornaron inmediatamente a su aeródromo. Al perder a los RE.8 de vista, la formación liderada por Richthofen siguió su rumbo, en dirección al oeste de Cerisy, donde las líneas alemanas cruzaban la región del Somme. Su presencia fue divisada por una batería antiaérea australiana, que empezó a dispararles cuando se encontraban sobrevolando un sector muy próximo al río Somme.

No muy lejos de allí, la formación británica del 209º escuadrón comandada por  el capitán Brown, sobrevolaba la región de Corbie. Brown tenía su atención puesta en unas pequeñas nubes de humo que se formaban en el cielo, a escasos kilómetros de su posición. El líder del 209º hizo una señal a su grupo para acercarse e investigar lo que estaba ocurriendo. No pasó mucho tiempo hasta que Brown se diera cuenta de que el origen de las «nubes» provenía del fuego de los cañones de artillería australianos, que intentaban derribar una formación de aviones alemanes. Determinado a luchar el capitán Brown agitó las alas de su Sopwith, para indicar a sus compañeros que había llegado la hora de entrar en acción. Antes de iniciar el ataque, señaló a su protegido, «Wop» May, para que se separase del grupo. Mientras May encabritaba su Camel hacia una altitud segura, los aviones del 209º escuadrón se lanzaron hacia los alemanes.

A las 10:45, se desencadenó un combate aéreo sobre las líneas alemanas. Los triplanos se vieron sorprendidos por los Sopwith Camel del 209, que se concentraron inicialmente en atacar los aviones de la Jasta 11, liderados por el leutnant Hans  Weiss. El grupo que acompañaba a Richthofen se encontraba alejado del epicentro del combate y, por ello, tardaron unos cuantos segundos en enterarse del ataque iniciado por el escuadrón británico.

En el ínterin, el leutnant Weiss se vio obligado a abandonar la lucha y tuvo que retornar a Cappy, a raíz de los daños provocados por el fuego británico, que le impedían seguir luchando. El grupo que acompañaba a Roy Brown también sufrió la baja de dos Sopwith, que empezaron a presentar problemas en sus motores y tuvieron que retirarse. El capitán Brown, que había despegado con 15 aviones, contaba ahora con 11, pero decidió seguir luchando. Era necesario liquidar el combate antes de que se produjesen más bajas.

Las formaciones lideradas por Richthofen y Brown estaban envueltas en medio de una auténtica dogfight, en donde Albatros, Fokker y Sopwith mezclaban sus colores, en un caótico baile de aparatos voladores, y entre maniobras radicales, ráfagas de ametralladoras, trompos y giros intentaban derribar a su enemigo. Todo ello reverberado por el rugido producido por los potentes motores Clerget, Bentley, Mercedes y Oberusel, que impresionaban a una asombrada audiencia compuesta por centenares de soldados de ambos lados, que acompañaban desde tierra lo que consideraban un «espectáculo mortal».

Mientras combatían entre sí, los pilotos eran empujados inadvertidamente por el constante viento de 50 km/h hacia el este, a razón de cerca de un kilómetro por minuto. De esta forma, en cuatro minutos el enjambre de aviones se enfrentaba sobre el pueblo de Sailly-Laurette y dos minutos más tarde habría alcanzado tierra de nadie sobre  el lado aliado. El desplazamiento provocado por la atípica dirección del viento aumentó la tensión de Bodenschatz, quien acompañaba la evolución del combate a través de sus prismáticos. Acostumbrado a observar desde cerca el desempeño de sus pilotos, el oficial adjunto de la JG1 se desesperaba al constatar que Richthofen y su grupo eran llevados  al territorio enemigo, donde estarían expuestos al traicionero fuego de la artillería antiaérea.

Mientras tanto, May volaba en círculos a 4000 metros de altitud, obedeciendo las instrucciones dadas por el capitán Brown. Estaba impresionado con la cantidad de aparatos voladores que se mezclaban entre curvas y maniobras pronunciadas, mientras centenares de balas trazadoras se cruzaban entre sí, en un minúsculo espacio aéreo. « ¿Cómo es posible que tantas balas no sean capaces de derribar un avión?», se preguntaba el novato piloto. May no comprendía que el secreto para abatir una aeronave enemiga no estaba en la cantidad de disparos, sino en la puntería del piloto. En este momento May se dio cuenta de que un avión alemán también se encontraba alejado del combate, volando en círculos. Se trataba del Fokker de Wolfram, primo de Richthofen, quien también debutaba en los cielos y había recibido las mismas ordenes de mantenerse apartado. May observaba al Fokker al mismo tiempo que se preguntaba si debería intentar atacarle. Aquella solitaria aeronave parecía una presa fácil y cabía perfectamente en su modesta ambición de retornar a Bertangles con su primera victoria en combate, un logro que sorprendería a todos sus compañeros, sobre todo a su amigo y comandante del escuadrón, Roy Brown. Tras algunos minutos de reflexión, May decidió rendirse a la tentación y contrariando las órdenes de Brown, se acercó suavemente desde arriba, armó sus ametralladoras y le disparó.

Sus disparos no solo pasaron lejos de su blanco, sino que además alertaron a Wolfram de su presencia. Asustado, el primo de Richthofen picó su avión de forma completamente impulsiva para evitar ser alcanzado por más disparos. Dispuesto a no dejar que su presa escapara, «Wop» May apretó el pedal de su Sopwith y tras una serie de maniobras logró acertar unos cuantos disparos en la cola del Fokker del Wolfram. A esta altura, los dos novatos ya se habían olvidado completamente de las órdenes de sus superiores, mezclándose con los aviones del 209º escuadrón británico  y de la JG1 alemana.

Wolfram aprovechó todo aquel caos para intentar librarse de su perseguidor, quien ya se encontraba completamente atrapado en el medio del combate. Al verse  fuera de peligro, el primo de Richthofen no se lo pensó dos veces y se retiró inmediatamente  en dirección a Cappy. May, por su lado, se había metido en grandes apuros. Su presa ya estaba fuera de su campo de visión, mientras él se encontraba en medio de un auténtico infierno.

«Me encontraba volando en círculos a una altitud superior al combate que se estaba librando entre nuestro escuadrón y los aviones alemanes, cuando noté la presencia una aeronave enemiga volando en solitario. Se trataba de un aparato muy bonito. Los  aviones alemanes eran muy llamativos en aquellos tiempos. A pesar de ser un blanco relativamente fácil, decidí no seguir posicionado donde estaba, siguiendo las instrucciones dadas por el capitán Brown. Supe más tarde que aquel avión era pilotado por un primo del barón Richthofen, que también había recibido las mismas órdenes por ello se encontraba lejos del combate que se libraba abajo. Su avión se acercó por una segunda vez y no pude resistir la tentación de atacarle, así que fui a por él, pero el alemán logró escapar al percatarse de mi presencia. Cuando me di cuenta, me encontraba en medio del combate principal, con aviones viniendo de todas las direcciones, algunos disparando hacia mí. Nunca había visto tantos alemanes juntos. No tuve otra elección que virar mi avión y empezar a dispararles, pero la mala suerte hizo que mis ametralladoras se atascasen. Primero una, luego la otra. Estaba atrapado y tenía salir de aquel infierno inmediatamente.»

Testimonio de «Wop» May, en una conferencia con ocasión de la 12ª Calgary Scout Troop en febrero de 1952

May sintió un súbito pánico que le bloqueó por unos instantes, dejando la acción. No sabía si debería encabritar su avión y retornar al lugar indicado por Brown o si debía participar activamente en el combate y quizá cosechar su primera victoria. De repente, tres Fokker pasaron apresuradamente por delante de sus ametralladoras y May, en un acto de puro reflejo, apretó furiosamente el gatillo, pero solo una de sus ametralladoras respondió; al intentar realizar un segundo disparo, ambas fallaron. El piloto canadiense empezó a golpearlas con todas sus fuerzas tratando hacer que funcionaran, sin éxito. Su cuota de suerte se había agotado: Sin poder disparar sus ametralladoras, un piloto no puede hacer absolutamente nada contra el enemigo, convirtiéndose en un blanco extremadamente fácil y apetecible. Desesperado, «Wop» May seguía apretando inútilmente el gatillo, hasta que en un momento dado recuperó el aliento para tomar una decisión drástica antes de que fuera demasiado tarde: abandonar el combate y emprender una huida apresurada  hacia Bertangles. Su inexperiencia, sin embargo, le dejaría expuesto al fuego enemigo por segunda vez consecutiva.

El mariscal del aire británico, Arthur Gould Lee, afirma en su libro Fly Past que cualquier piloto que intente abandonar un combate de la forma en que lo hizo May estaría firmando su propia sentencia de muerte:

«Una formación aérea debe comportarse como un único cuerpo articulado, que se mueve de forma sincronizada, donde cada avión ofrece cobertura al siguiente, incrementando la fortaleza del grupo como un todo. De esta forma, si un avión se despega del grupo, sea picando hacia abajo o realizando un pronunciado viraje, estará llamando peligrosamente la atención del enemigo. Su avión se convertirá en un blanco fácil e indefenso, puesto que ya no contará con la cobertura de su formación.»

Mientras May volaba (literalmente) hacia Bertangles, Brown se encontraba involucrado en una terrible mélée, intentando deshacerse de dos triplanos. De repente se dio cuenta de que uno de sus aviones se alejaba del combate a toda velocidad. Como todos los Sopwith Camel del 209º escuadrón poseían el mismo color, el capitán Brown no podía saber con seguridad quién era el piloto que emprendía la huida, pero  a raíz de su salida un tanto errática, sospechó que podría tratarse de «Wop»

«Fue una decisión acertada. Este combate se puso extremadamente complicado», pensó Brown, que ya había puesto su atención otra vez en el combate, cuando se dio cuenta de que un Fokker también abandonaba la lucha con la firme intención de abatir el avión de May. Inmediatamente, Brown giró su Sopwith, saliendo disparado  al rescate de su compañero.

Sin sospechar que estaba siendo perseguido, May se dirigía a toda velocidad  rumbo a Bertangles muy asustado, pero en cierta forma, aliviado. Eran las 10:55. De repente escuchó el terrorífico sonido de disparos de ametralladoras zumbando por sus oídos. Miró hacia atrás y vio un Fokker triplano de un color rojo brillante detrás de su cola. En pánico, May aceleró su Sopwith y empezó a maniobrar de forma muy errática, haciendo unos giros raros y sobrevolando la copa de los árboles a una altitud muy peligrosa. Tenía a su cola a una fiera alemana, un piloto que le perseguía, calculando fríamente cada uno de sus movimientos e intentando reducir milimétricamente su margen de error. Las circunstancias indicaban que May, cuya experiencia en misiones aéreas se resumía a solamente tres inocentes patrullas, sería contabilizado como la 81ª víctima del Barón Rojo, el mayor piloto de toda la guerra, que se había enfrentado a cientos de hombres que intentaron derribarlo sin éxito. El piloto novato lo recordó en sus memorias:

«Tras estabilizar mi avión, miré alrededor y comprobé que nadie me seguía. De repente escuché los disparos de una ametralladora. Mi único reflejo en aquel momento fue intentar esquivar A mi perseguidor; un triplano rojo, que si hubiera sabido que era Richthofen, me hubiera desmayado. Seguí esquivándole volando en zigzag, pero el alemán no paraba de dispararme.»

Mientras los dos aviones se dirigían hacia el valle del Somme, Roy Brown intentaba acercarse al avión de Richthofen buscando desviar su atención para que May pudiese escapar. Eran las 10:58. El triplano del as alemán hizo un cambio repentino de dirección a la derecha, seguido de una inmersión casi vertical, una señal típica que puede indicar que el piloto ha sido herido y por ello tumbado hacia delante sobre la palanca de dirección. Al creer que el piloto alemán había sido puesto fuera de combate, el capitán Brown decidió tirar de la palanca, y virar su Sopwith Camel hacia el noroeste, para retornar al combate que había abandonado. En aquel exacto momento, el Sopwith Camel pilotado por el teniente Mellersh se encontraba bajo el fuego de tres triplanos alemanes y necesitaba de ayuda. Es curioso cómo un piloto experimentado como Brown no esperó hasta que el triplano abatido alcanzara el suelo para confirmar su derribo. Fue un grave equívoco. Richthofen se encontraba herido, pero no mortalmente. La omisión de Roy permitió al piloto alemán estabilizar su avión y reanudar su implacable persecución hacia May, que intentaba escapar de Richthofen realizando desesperadas maniobras en zigzag, pero no lograba alejarse del Fokker Rojo que parecía un tiburón mostrando los dientes, listo para destrozar su presa. Por otro lado, Richthofen no estaba acostumbrado a emprender largas persecuciones sin obtener resultados, sobre todo cuando su objetivo se encontraba tan cerca del fuego de sus cañones. Ambos aviones ya habían recorrido algunos kilómetros y su oponente canadiense no demostraba ninguna intención de rendirse. La determinación de Richthofen era derribar aquel Sopwith y no habría nada que le hiciera desistir de su propósito de anotarse su 81ª victoria. Su obstinación sin embargo, le traicionaría. Desde lo alto de su inmejorable experiencia, de su inalcanzable palmarés de 80 victorias y de su soberbia capacidad de mando, Richthofen cometió un error básico. En el calor del momento, el Barón Rojo se olvidó de la séptima directriz de la Dicta Boelcke, tantas veces repetida por su maestro y por él mismo durante la formación de los nuevos pilotos:

« Wenn Du Dich über den feindlichen Linien befindest, behalte immer den eigenen Rückzug im Auge.» (Cuando estés sobre las líneas enemigas, no olvides tu ruta de retirada).

Haciendo caso omiso a su situación geográfica, Richthofen siguió volando a toda velocidad sobre territorio enemigo a una cota muy baja, casi rozando la copa de los árboles. Aparentemente May logró engañarle, aunque de forma completamente inconsciente, al atraer al piloto alemán a la región de Morlancourt Ridge, donde se encontraban posicionadas la 24ª y la 53ª compañías australianas de ametralladoras. Los artilleros, que ya llevaban unos cuantos minutos observando el vuelo errático de los dos aviones, trataban de poner el Fokker en su punto de mira. Había cañones de toda clase esperando el momento exacto para disparar: desde fusiles Lee-Enfield hasta las feroces ametralladoras Vickers, capaces de efectuar hasta 450 disparos por minuto. Entre ellos se encontraban los artilleros Cedric Popkin, Robert Buie y «Snowy» Evans, esperando el orden de su superior para disparar. Tan pronto el avión del teniente «Wop» May pasó por su línea de fuego, los artilleros Popkin, Evans y Buie abrieron fuego casi simultáneamente al triplano alemán destrozando un trozo Je madera de la cola, haciendo saltar pequeñas astillas de la madera por los aires.

El Fokker, que hasta entonces volaba rumbo noroeste detrás de May, hizo un abrupto viraje a la derecha y se enderezó hacia el noreste. Es muy probable que en este exacto momento Richthofen finalmente se diera cuenta de que estaba sobrevolando el territorio enemigo, recordando la atípica dirección del viento que había observado por la mañana en Cappy. En realidad, el as alemán se encontraba cerca de la ciudad de Corbie, a unos seis kilómetros al oeste de donde creía estar. Desorientado y atrapado por una lluvia de balas, la única opción viable era abandonar la persecución y buscar una ruta de fuga que le permitiera librarse de los disparos de tierra. Pero ya era demasiado tarde. El sargento Popkin le tenía bajo la mira de sus cañones y sin dudarlo abrió fuego por segunda vez, disparándole una larga ráfaga. De repente, el Fokker giró hacia la derecha, se encabritó abruptamente y enseguida emprendió un descenso en picado. Richthofen había sido golpeado mortalmente y se encontraba en estado de shock. Consciente de que había llegado su fin, se quitó las  gafas de aviador, apagó el motor para evitar que el avión se incendiara y apretó con fuerza la palanca de dirección, buscando tomar tierra suavemente, antes de que tuviera un desvanecimiento y perdiera el sentido. Sin embargo, segundos antes del impacto, el piloto alemán buscó fuerzas para intentar recobrar el aliento mientras su vista empezaba a tornarse borrosa. Entonces se estrelló contra el suelo y no pudo ver más nada.

Su Fokker triplano aterrizó sobre un campo de remolachas junto a una fábrica de ladrillos en la carretera de Corbie-Bray, localizada al norte de Vaux-sur-Somme. Durante muchas décadas se puso en discusión el lugar donde Richthofen, mortalmente herido, había aterrizado por última vez su avión. Una investigación realizada por el historiador Allan Bennett concluyó que el punto exacto se encuentra en las coordinadas (49º55’54.41”N 2º32’21.14”E). Al introducirlas en Google Maps, es posible visualizar el terreno sobre el que cayó el Fokker 425/17 del Barón Rojo.

Fokker DR I

Los roncos de los motores y los silbidos de bala de repente cesaron, dando lugar a un inquietante silencio sobre la pradera en donde reposaba el Fokker triplano de color rojo, envuelto por una cortina de polvo y tierra. Poco a poco, el silencio provocado por el fin de un intenso combate dio lugar a un frenético vocerío, que venía de las posiciones de las baterías antiaéreas situadas por todo el sector. Soldados australianos de la 108ª batería se acercaron al avión, todavía sin saber si el piloto había logrado sobrevivir al acoso de su fuego. Acorde con sus relatos, los daños causados al Fokker tras su aterrizaje forzoso no fueron peores que los provocados por un aspirante durante su formación y podrían haber sido reparados localmente. Al tomar tierra, el tren de aterrizaje se destrozó y el avión volcó ligeramente hacia delante proyectando el morro hacia el suelo y la cola hacia arriba. Una de las palas de la hélice se había roto y el motor se encontraba completamente parado, lo que indica que Richthofen realmente lo apagó, segundos antes de tomar tierra. Las dos ametralladoras Spandau estaban seriamente dañadas, lo que podría explicar la súbita decisión de Richthofen de interrumpir su persecución. Al asomarse a la carlinga del Fokker, los soldados australianos encontraron al piloto alemán inerte, con el cuerpo tumbado hacia adelante y la cabeza apoyada sobre el panel de instrumentos. Algunos hombres le cogieron por los hombros y lo acomodaron correctamente sobre el asiento. El Barón Rojo expulsaba sangre por la boca y tenía el torso empapado. Su nariz y dientes incisivos estaban rotos, a raíz del impacto de su rostro contra el panel de su Fokker. Sus ojos estaban abiertos, mirando al vacío y sus manos agarraban con fuerza la palanca de mando de su avión.

El artillero Ernest Twycross afirma haber sido la primera persona en acercase a Richthofen, escasos minutos después de que su avión se estrellara contra el suelo. De acuerdo con su relato, tras presenciar los últimos minutos de la persecución de Richthofen y su posterior caída, Twycross salió corriendo en dirección al triplano con el objetivo de arrestar el piloto alemán. Al enterarse de que le habían localizado, murmuró «alles kaputt» (que puede significar «está todo acabado»), entonces suspiró débilmente y murió. El relato de Twycross fue confirmado por un testigo, el sargento Ted Smout, pero muchos historiadores la consideran demasiado «hollywoodiana».

El capitán Donald L. Fraser, de la 11ª brigada de infantería australiana, se acercó al Fokker, ordenó que los soldados le abriesen paso y se asomó a la carlinga. Enseguida examinó al piloto y comprobó que ya no había nada que hacer por su vida. Entonces decidió desabrochar el cinturón de seguridad y quitó la conexión con el paracaídas, desatándole completamente de su asiento. Con la ayuda de tres soldados australianos, le sacó de la carlinga, tumbándole en el suelo. Fraser se puso de rodillas lado del piloto, abrió su chaqueta y le quitó los efectos personales. En el bolsillo superior de su uniforme de caballería ulano encontró un libreto (algunas fuentes mencionan una biblia) con una bala incrustada en su interior. Supuestamente, el libreto habría detenido la bala que iba a impactar de lleno en el corazón del piloto alemán.

A continuación, Fraser cortó un trozo de su pechera, donde estaban bordadas sus iniciales «MvR», miró a los soldados presentes y preguntó: « ¿Saben ustedes quién es? » Alguien dijo: «Un Fritz, por supuesto». Fraser entonces le respondió con una voz pausada: «Este hombre es Richthofen, el famoso aviador alemán». Su relato fue publicado pocos días más tarde en el diario de guerra de la brigada de infantería australiana:

«Seis hombres llegaron al avión siniestrado antes que yo. Al acercarme, le desabroché el cinturón de seguridad y con la ayuda de los soldados le sacamos de su asiento, pero ya estaba muerto. Presentaba heridas en el rostro y un agujero de bala en el pecho. Al cachearle, encontré sus efectos personales que consistían en algunos papeles, un reloj de plata, una cadena de oro y un par de guantes de piel».

Como curiosidad, Richthofen llevaba pijamas debajo de su uniforme, una costumbre frecuente tras la herida recibida en la cabeza en julio de 1917. Después de volver de un combate, muchas veces aquejado de jaquecas y mareos, Richthofen aterrizaba su avión y se dirigía inmediatamente a su habitación para echarse a descansar. Algunos años más tarde, se originaron rumores de que el as alemán llevaba su Pour le Mérite anudada en el cuello el día de su muerte, además de su cruz de hierro de 1ª clase. El informe redactado por el capitán Donald Fraser no menciona ninguna de estas medallas, lo que refuerza el testimonio del oficial adjunto de la JG1, Karl Bodenschatz, quien afirmó que su comandante no llevaba ninguna medalla puesta en su último vuelo.

Mientras esperaban recibir órdenes para el traslado del cuerpo de Richthofen, la noticia acerca de su muerte corrió rápidamente por el frente, como una mecha de pólvora. Una multitud de soldados se desplazó hacia el lugar donde el avión había sido abatido, muchos de ellos con el objetivo concreto de encontrar alguna pieza que pudiera servir de recuerdo (o mejor dicho, algún botín del que se pudiera sacar algún dinero). No obstante, las partes más apetecibles ya habían desaparecido del escenario pocos minutos después de la caída del Fokker. Como resultado, el Fokker se quedó sin su mítica tela roja, lo que acabó destruyendo todas las evidencias de los supuestos agujeros de bala que pudiesen haber alcanzado el fuselaje. Los restos del avión despiezado fueron recuperados por el 3º escuadrón del Cuerpo Aéreo Australiano y trasladados a su aeródromo en Poulainville.

El vuelo de Richthofen, desde su despegue en Cappy, hasta su caída en territorio aliado, duró escasos 30 minutos. Fue un combate rápido y por qué no decirlo, un poco raro. Richthofen, que durante toda su carrera demostró ser un piloto prudente y extremadamente técnico, había realizado una serie de maniobras extrañas, pero lo más intrigante de todo fue la decisión de romper inexplicablemente con sus propias reglas, dejándole mortalmente expuesto a la artillería enemiga. En su manual para pilotos de combate, el propio Richthofen alertaba de este tipo de imprudencia:

«Uno nunca debe obsesionarse con perseguir a un adversario al que no ha podido abatir cruzando las líneas enemigas, ya que acabará encontrándose solo y obligado a enfrentarse a un mayor número de adversarios.»

«Wop» May afirmaría años más tarde que quizá su falta de experiencia pudo salvarle la vida. Las raras maniobras emprendidas durante su huida hacia Bertangles, de alguna forma distrajeron a Richthofen, quien podría haberse confundido y con ello haber pensado que todavía se encontraba sobre líneas alemanas.

«Si yo fuera un piloto con experiencia de vuelo, Richthofen me habría pillado, porque seguramente hubiera sabido anticiparse a mis previsibles maniobras. Así que estoy seguro de que lo que me acabó salvando la vida fue la manera errática en que manejaba mi avión, fruto no solo de mi inexperiencia, sino sobre todo de mi desesperación. Estaba empezando a sentir pánico, entonces algo inesperado sucedió. Miré por encima de mi hombro y vi algo tan maravilloso que casi no lo podía creer: El avión rojo se había estrellado contra el suelo, oculto sobre una enorme nube de polvo que se levantó a su alrededor. Yo me encontraba completamente desconcertado, no tenía idea de dónde estaba, pero al final fui conducido hacia el aeródromo, casi cogido de la mano por mi comandante, el capitán Roy Brown.»

Mientras tanto, en el aeródromo de la JG1 en Cappy, reinaba un ambiente de total confusión e inquietud. Los aviones de la Jasta 11 aterrizaban de forma desordenada, tras haberse dispersado durante el combate. En pocos minutos, todas las aeronaves se encontraban reunidas en la pista, con excepción del Fokker rojo de Richthofen. Preocupado con su ausencia, el oficial adjunto del ala, Karl Bodenschatz, se asomó a la pista mientras los pilotos bajaban de sus carlingas y se acercó al leutnant Wenzl, quien le hizo un breve relato del combate:

«Tengo un mal presentimiento. Nos acercábamos al frente y justo cuando sobrevolábamos nuestras líneas surgieron siete Sopwith con los morros pintados de rojo, era el “Escuadrón Anti Richthofen”. Entonces se dio inicio a un combate. Éramos numéricamente inferiores, aunque no resultaba muy difícil acertarles. El rittmeister volaba cerca de nosotros, intentando mantener un cierto orden, pero luego llegaron siete u ocho nuevos aviones desde abajo, convirtiendo la lucha en una enorme confusión. Combatíamos a baja altitud, con el viento arrastrándonos hacia el otro lado de las líneas. Decidimos entonces interrumpir la lucha para ayudarnos los unos a los otros a retornar a nuestras líneas. Mientras emprendía el vuelo de vuelta a nuestro  territorio, pude ver un pequeño aparato al este de Corbie que no había estado allí  antes. Creo además que se trataba de un avión rojo. Como decía antes, tengo un mal presentimiento.»

Tras escuchar el testimonio de Wenzl, Bodenschatz tuvo un mal presentimiento.  Se detuvo en la pista y empezó a mirar detenidamente todo el horizonte alrededor del aeródromo durante largos minutos, pero el avión del kommandeur no aparerecía. A falta de noticias, el oberleutnant Reinhard ordenó a Wenzl, Karjus y Wolfram von Richthofen que repostasen sus aviones y volviesen al cielo en búsqueda de alguna pista que pudiera indicar su paradero. Mientras tanto, Bodenschatz se puso al teléfono y llamó a cada uno de los aeródromos de la zona en busca de noticias, pero no obtuvo ninguna respuesta positiva. Largos minutos pasaron hasta que la patrulla aérea enviada por Reinhard surgía en el horizonte. Los pilotos bajaron de sus aviones  y Wenzl se acercó a Reinhard y le relató todo lo que había podido observar, sin aportar ningún dato nuevo que arrojara luz a la desaparición del kommandeur.

«Wenzl voló a toda velocidad en dirección a Corbie bajo gran tensión. Al acercarse, descendió su avión hacia los 300 metros, intentando identificar el aparato que ha divisado minutos antes, pero ahora había dos aviones parados sobre una pradera, donde antes solo había uno. Además, a la distancia a la que se encontraba era muy difícil determinar correctamente la identidad de cada avión; para lograrlo, tendría que cruzar las líneas y enfrentarse al fuego antiaéreo. Pensó en hacerlo, pero luego divisó dos cazas británicos esperándole para abatirle. No había nada más que hacer, así que Wenzl volvió sin ninguna información relevante.»

La tensión aumentaba en Cappy y Bodenschatz se dirigió otra vez al sector de comunicaciones para emitir una alerta a todas las unidades estacionadas en el sector, solicitando informaciones relevantes que pudieran dar con su paradero.

«Ahora todo el sector ha sido alertado. En una búsqueda frenética, recibíamos las mismas respuestas que se hacían eco por todo el frente: “La Jasta 11 ha regresado de  una misión de combate sin el rittmeister“; “Los hombres de la Jasta 11 han informado de que el rittmeister ha caído”; “¿Acaso un triplano rojo ha aterrizado en vuestro sector?”; “Acaso ha visto un triplano rojo aterrizando en nuestro lado de las líneas o en otro lado?”. Mientras tanto, en la sede del cuartel general los teléfonos no paraban de emitir mensajes desesperados y subidas de tono: “¿Triplano Rojo? … ¿Triplano Rojo?… ¿Triplano Rojo?”. Los mensajeros corrían y tropezaban a toda prisa  través de las trincheras de comunicación, gritando y arrojando notas: “Triplano Rojo? … ¿Triplano Rojo? … ¿Triplano Rojo?”. En las trincheras más avanzadas se podían ver toda clase de telescopios, periscopios y binoculares peinando cada centímetro del otro lado, hasta donde su alcance fuera posible. ¡Dios mío, ayúdanos! Cada minuto cuenta. Si acaso el rittmeister hizo un aterrizaje de emergencia, seguramente alguien ha podido rescatarle.» °

Karl Bodenschatz

Finalmente, tras una larga espera, un suboficial de la 1ª división del ejército, hizo público un informe del 16 regimiento de artillería alemán:

«El oberleutnant Fabian, encargado del puesto de observación del 16 regimiento de artillería de campo, pudo observar cómo se desarrolló toda la acción que involucraba al avión de Richthofen y comprobó que su Fokker Rojo había aterrizado suavemente en la colina 102 al norte de Vaux-sur-Somme. Inmediatamente tras su aterrizaje, un grupo de la infantería británica se acercó y retiró su avión de la colina.»

Al leer el informe del oberleutnant Fabian, Bodenschatz solicitó al oberleutnant Reinhard permiso para dirigirse a un puesto de observación para realizar un amplio rastreo e intentar obtener alguna información que pudiese aclarar las incógnitas que rodeaban la desaparición del kommandeur. Tras un breve recorrido a bordo de una moto con sidecar, Bodenschatz llegó al puesto de observación del 16º regimiento de artillería avanzado y se acomodó sobre el parapeto de una trinchera que ofrecía una amplia vista de la campiña francesa. Cogió sus potentes prismáticos y se detuvo a observar detenidamente cada centímetro de la región de Vaux-sur-Somme.

Su principal punto de observación era la dichosa colina 102 que acaparó su atención durante un largo periodo de tiempo. Bodenschatz buscaba detectar algún movimiento sospechoso o por lo menos intentaba identificar alguna pieza u objeto que pudiera pertenecer al Fokker rojo de Richthofen. Pero lo único que podía ver eran soldados australianos caminando lentamente por el alto de la colina, donde se encontraban algunos cañones de la artillería antiaérea. A las 14:00, Bodenschatz volvió a Cappy, completamente desolado. El cuartel general de la JG1 no tuvo otra opción que emitir un comunicado oficial declarando al piloto alemán desaparecido. Decidieron aún ir más allá: enviar al enemigo un mensaje con el siguiente contenido: «Rittmeister von Richthofen ha aterrizado detrás de sus líneas. Solicitamos informaciones acerca de su condición». Durante toda la tarde, oficiales, pilotos y mecánicos aguardaban ansiosamente algún comunicado por parte del lado británico, pero su petición no tuvo respuesta.

El cadáver de Richthofen y su avión fueron trasladados a uno de los hangares del aeródromo de Poulainville, a unos 15 kilómetros de Vaux-sur-Somme. Le quitaron la ropa, lavaron su cuerpo y le acomodaron en una camilla para ser posteriormente examinado por médicos británicos. Por la tarde un equipo de reconocimiento del ejército llegó para grabar el funeral del rittmeister y otros temas de interés general de la guerra, exhibidos semanalmente en los cines de toda Gran Bretaña. El avión de Richthofen quedó a cargo de los oficiales del 3º escuadrón del Cuerpo Aéreo Australiano, que lo recibieron completamente despiezado, puesto que se trataba de un verdadero «baúl de reliquias». Se pueden apreciar algunas partes de su Fokker triplano 425/17 en algunos museos militares de Inglaterra, Australia y Canadá. En el Imperial War Museum en Londres se encuentra su motor, Oberursel Ur.11 de 110 cv, sometido por primera vez en 1989 a una profunda limpieza, con la que incluso se sacó lodo del valle de Somme que todavía se encontraba en medio de su engranaje. La columna de control está expuesta en el Australian War Memorial en Canberra. Mientras que el Royal Military Institute de Toronto mantiene en exposición permanente su silla (cedida gentilmente por Roy Brown algunos años después de la guerra). El gran temor de la baronesa Kunigunde se había hecho realidad: su famoso hijo conocido por su obsesión en acumular medallas y trofeos, se convertiría junto con su avión en uno de los botines más codiciados de la Primera Guerra Mundial. Un ciclo se había cerrado.

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Al llegar el atardecer, Bodenschatz decidió que era el momento de comunicar lo ocurrido al padre de Richthofen, quien se encontraba a cargo de una guarnición en Courtrai. En sus memorias el asistente adjunto de la JG1detalla su encuentro con el major von Richthofen:

«Volé a Courtrai, a bordo de un avión biplaza de observación con la misión de comunicar al major Albrecht von Richthofen la desaparición de su hijo. Al aterrizar me dirigí inmediatamente a la entrada de su guarnición y solicité permiso para hablar con él. El viejo Richthofen, con su conocida postura erguida y aire aristocrático, apareció en pocos minutos con un semblante serio. Al verme, me reconoció enseguida y antes de que pudiera contarle cualquier cosa, me dijo: “Me temo que algo ha ocurrido  con Manfred”. Le miré directamente a los ojos y le conteste: “Major, es mi deber  informarle de que el rittmeister no ha retornado de la patrulla matinal. Hasta donde  pudimos comprobar, en un principio, está vivo». El viejo Richthofen me miró severamente y dijo: “¿Manfred está vivo?”. Negó con la cabeza, como si supiera el desenlace de su hijo mayor y murmuró: “Entonces ha cumplido con su deber más importante”. El major me dio las gracias por haberme preocupado por él, dio media vuelta y se dirigió lentamente a su habitación, dejándome solo en el pasillo. Parecía ya conocer su trágico destino.»

Aunque su comentario sonara anodino, el viejo Richthofen estaba completamente destrozado.

Tras su encuentro con el major, Bodenschatz volvió inmediatamente a Cappy para redactar dos telegramas importantes, uno dirigido a la baronesa Kunigunde, quien se encontraba en la residencia familiar de los Richthofen en Schweidnitz y otro a su hermano Lothar, ingresado en el hospital de Düsseldorf, donde se recuperaba del  accidente del 13 de marzo. Los telegramas llegaron al día siguiente. En Schweidnitz la baronesa disfrutaba del té de la tarde, cuando un mensajero llamó a su puerta trayendo un telegrama urgente enviado por el mando de la JG1: «El rittmeister von Richthofen no ha retornado de una patrulla y el último informe emitido nos comunica que su avión ha aterrizado detrás de las líneas enemigas».

«Mis manos temblaban y por un instante la habitación parecía empezar a girar. ¿Cómo le habrían recibido los británicos? Pobre Manfred, tan inquieto y tan creativo, ahora condenado a un largo periodo de inactividad. De repente, una voz dentro de mí me decía que nos veríamos otra vez, terminada la guerra. Él sobrevivirá por nosotros. Fue el pensamiento positivo que me dio algún consuelo.»

El teléfono en la casa de los Richthofen no paró de sonar durante todo el día. Amigos y desconocidos querían saber si los rumores acerca de la captura de Richthofen eran ciertos. La baronesa intentaba contestar a las llamadas sin perder la paciencia, puesto que se trataba de un asunto demasiado sensible para una madre. Por la tarde, algunos vecinos se acercaron a su casa para conseguir más informaciones acerca de su hijo, cuya desaparición ya se habían convertido en el tema del día en los bares y cafeterías de la ciudad.

Por la noche, mientras caminaba por el jardín, un joven la llamó a través de la valla: «Sra. Richthofen, ¿es verdad que el Herr rittmeister ha muerto? Lo acabo de ver en el quiosco, donde se encuentra el boletín diario con la lista de las últimas bajas». La baronesa corrió al teléfono y desesperadamente intentó contactar con el periódico de la ciudad, pero ya habían cerrado. Entonces, lo intentó con la oficina de correos, para informarse de si había algún telegrama a su nombre. Tampoco tuvo suerte.

Desorientada y sin saber qué hacer, la baronesa decidió llamar a la guarnición donde se encontraba su marido. El major Albrecht aún no había reunido el coraje suficiente para afrontar el reto de comunicar semejante tragedia a su mujer, sobre todo, por teléfono. Temía su reacción y además le molestaba no poder estar presente en un momento tan delicado, aunque era consciente de que no habría forma de ocultarle la cruda realidad por mucho tiempo. Concluyó que lo mejor para su mujer era saber la verdad a través de sus palabras, en vez de enterarse a través de terceros. Entonces, en un acto de extremado valor, le confirmó la muerte de su hijo mayor y le  recomendó que se echara a descansar hasta que se supiesen más detalles.

Mientras tanto, en la clínica Aaper Wald en Düsseldorf, Lothar abría una y otra vez el telegrama sin creer lo que estaba leyendo. Su hermano mayor no podría haber muerto, era imposible. ¿Cómo un piloto tan experimentado y cauteloso como él podría haber sido atrapado por el enemigo? No tenía sentido, algo no cuadraba, Su angustia le llevó a desahogarse por escrito, en una carta dirigida a su madre:

«Querida mamá. Muchas gracias por su telegrama y su cariñosa carta. Debería haber escrito antes, pero no encontraba ninguna palabra que pudiera expresar mi dolor.  Desde que me he enterado de esta trágica noticia, un dolor espantoso se ha apoderado de mí. Al principio no me lo creía, pero los informes publicados por los periódicos eran tan detallados que no podría ser simplemente un rumor. Y yo aquí, atado a una camilla del hospital sin poder ayudar a mi hermano. Cuántas veces habíamos logrado salvar la vida de tantos compañeros y justo cuando más lo necesitaba yo no estaba allí. De una forma o de otra, creo que ya estaba preparado para este día y me alegro de que papá también lo estuviera. Pero, sé que voy a extrañar a Manfred cada día el resto de mi vida. Espero que usted se acostumbre a cargar con el peso del inalterable  título de “madre de un héroe”.»

En Cappy, los pilotos seguían desconcertados. La inesperada muerte de su líder  era un duro golpe que había que asimilar de la mejor forma posible, puesto que su muerte no significaba el fin de la guerra. Bodenschatz decidió aislarse del grupo, retirándose a su habitación para reflexionar acerca de las últimas 24 horas. Quizás  quisiera llorar escondido. La guerra exigía de un soldado cierta sangre fría. No era recomendable expresar sentimientos en público. Sus lágrimas de desolación podrían  influir negativamente a los pilotos, minando la moral de todo el grupo. Mientras  se perdía en sus pensamientos, se acordó de la pequeña caja de metal dejada por  Richthofen un mes antes. El kommandeur había alertado a Bodenschatz de abrirla  solo en el caso de que fuera abatido mortalmente en combate o hecho prisionero por el enemigo. El oficial adjunto de la JG1 jamás había pensado que este día llegaría. En su interior había un pequeño sobre de color gris, precintado con el sello del geschwader. Bodenschatz llamó al oberleutnant Reinhard y en su presencia rompió el precinto. Encontraron un pequeño escrito con la letra de Richthofen, con fecha de 10 marzo de 1918 y el siguiente contenido:

«Am 10. III. 18. / Sollte ich nicht zurückkommen, so soll Oblt. Reinhard (Jasta 6) die Führung des Geschwaders übernehmen. / Frhr. v. Richthofen / Rittmeister.» «En caso de que no regrese, entonces el oberleutnant Reinhard (Jasta 6) deberá hacerse cargo del mando del geschwader

La nota dejada por Richthofen no hacía una sola mención de su vida privada, ni un solo mensaje dirigido a su familia, ni tampoco cualquier instrucción acerca de algún tema personal pendiente que deseara fuese resuelto en el caso de que le :ocurriera lo peor. Se trataba de una orden estrictamente dirigida a su ala y a sus hombres. Aquella nota era la prueba patente de que Richthofen había puesto sus obligaciones por la causa alemana por encima de sus propios intereses personales. Tras hacerse públicas sus instrucciones, Reinhard fue inmediatamente ascendido a hauptmann (capitán) y asumió el mando de la JG1. Las razones que llevaron a Richthofen a elegir a Reinhard como su sucesor jamás fueron conocidas, aunque no eran difíciles de comprender. Reinhard siempre demostró una seriedad y madurez difíciles de encontrar en los jóvenes de su edad y aunque sus 12 victorias demostraban que carecía del ímpetu de combate, virtud destacable en otros pilotos de la JG1, el ahora sucesor de Richthofen se había ganado el respeto de sus compañeros por su temperamento estable, su posicionamiento ponderado y su sentido de justicia, atributos que Richthofen seguramente tuvo en cuenta al decidir nombrar a su sucesor, una gran responsabilidad que pocos tendrían condiciones de asumir.

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Finalmente, el 23 de abril, aviones de la RAF arrojaron pequeños envoltorios sobre las líneas alemanas. Se trataba de botecitos que llevaban en su interior algunas fotos del cadáver de Richthofen y otra de su sepultura, acompañado de un mensaje cuyo contenido tiró por tierra todas las esperanzas de la JG1. El Barón Rojo había muerto.

Mensaje redactado por la RAF confirmando la muerte de Richthofen: «Para el Cuerpo Aéreo Alemán./ Rittmeister Barón MANFRED van RICHTHOFEN murió en combate aéreo el 21 de abril de 1918. / Ha sido enterrado con todos los honores militares./ Fuerza Aérea Real británica.»

Ya no había lugar para rumores o falsas esperanzas. La agencia Reuters distribuyó a todos los periódicos alemanes una nota de prensa confirmando los detalles acerca  su muerte, provocando una inmensa conmoción en todo el país. La población que ya no tenía esperanzas de ganar la guerra, tendría que asimilar una desgracia más. El general von Hoeppner, comandante general del servicio aéreo alemán, hizo púbico el siguiente comunicado:

«Rittmeister Freiherr von Richthofen ha caído tras un combate contra el enemigo. El ejército alemán ha perdido a su piloto más grande y a su amado líder. No obstante seguirá siendo el héroe del pueblo alemán por quien ha luchado y muerto. Su muerte representa una profunda herida para su geschwader y para todo el Servicio Aéreo. »

Las autoridades británicas proporcionaron a Richthofen un funeral completo, con derecho a coche fúnebre improvisado, cortejo, la presencia de un reverendo y muchas flores, un lujo que muchos ases británicos no tuvieron el honor de recibir. Algunas fuentes afirman que un comando aliado quería retribuir el honor que los alemanes habían rendido al piloto británico Albert Ball, muerto el combate el 7 de mayo de 1917. A pesar de la buena intención, la ceremonia organizada en honor al as alemán no se libró de las duras críticas de algunos medios de prensa británicos que ponían de manifiesto su indignación, argumentando que muchos pilotos ingleses caídos en combate a manos del propio Richthofen ni siquiera tuvieron la dignidad de recibir sepultura, siendo abandonados a su propia suerte en tierra de nadie.

Ante las cámaras, se dio inicio al entierro de Richthofen en el cementerio municipal de Bertangles. A las 5 de la tarde el camión Tender Crossley, conducido por el soldado Ralph Edmond Douglas, aparcó cuidadosamente delante del portal del cementerio y el ataúd con el cuerpo del piloto alemán fue entonces llevado a hombros hacia su nicho por los tenientes E.C. Banks, A.V. Barrow, George Pickering, Frank Marsh, T.L. Simpson y Malcolm Sheehan del 3º escuadrón del Servicio Aéreo Australiano. En una corta ceremonia conducida por el reverendo capitán George H. Marshall, Richthofen recibió honores militares y una salva de disparos realizada por soldados australianos. Roy Brown no asistió al entierro por razones protocolarias (no era de buen gusto que un combatiente acudiera al funeral de su víctima). La mañana siguiente, un grupo de oficiales de la RAF fue alertado de que después de anochecer, un grupo de exaltados vecinos de Bertangles había arrancado las coronas depositadas sobre su nicho y depredado la cruz que indicaba su posición, una clara muestra de su insatisfacción por tener que compartir el campo santo, donde reposaban sus seres queridos, con un enemigo alemán. Tras una larga charla con los vecinos, se restableció el orden y una nueva cruz (más sencilla) fue acondicionada sobre su nicho. La cruz original, hecha a partir de una hélice de un RE.8 jamás fue encontrada.

El respeto que los británicos tenían por la figura del caballero alemán puede verse perfectamente reflejada en un artículo titulado «Richthofen is dead» («Richthofen está muerto») publicado por la revista británica Aeroplane tres días después de su muerte:

«Todos los hombres se alegraron al oír la noticia de que el barón Richthofen había caído en combate, pero no hubo nadie que no dejara de lamentar la muerte de tan valiente piloto. Algunos días atrás, un banquete había sido organizado en honor a uno de nuestros ases. Alguien sugirió brindar por Richthofen con las copas en alto, y nadie se negó a hacerlo. Nadie se sentiría orgulloso de haber matado a Richthofen en acción, pero todos los integrantes del real cuerpo aéreo se frotarían las manos por haberle derribado y arrestado con vida. Su muerte seguramente ha generado un fuerte efecto negativo en el servicio aéreo alemán y es lógico deducir que su muerte ha dejado a muchos pilotos novatos impresionados, puesto que si el gran Richthofen no pudo sobrevivir, sus posibilidades son aún más reducidas. No obstante, su muerte representa un alivio y una motivación para los jóvenes pilotos franceses y británico que ahora saben que ya no serán atacados por un piloto tan voraz. Manfred van Richthofen ha muerto. Ha sido un hombre valiente, un luchador limpio y un aristócrata. Que descanse en paz.»

No todo el mundo lamentó la muerte del Barón Rojo. El piloto y comandante de: 74º escuadrón británico, Mick Mannock se negó a levantar su copa para saludar al as alemán caído. Quienes estaban con él afirman que llegó a decir: «Espero que el  muy cerdo haya ardido todo el camino». No era ningún secreto que Mannock sentía  un odio muy profundo por los alemanes.

EIN DEUTSCHES REQUIEM

Un réquiem alemán

En Berlín, los padres de Manfred, acompañados de sus hijos, Ilse y Bolko, se acomodaban en un confortable hotel en el centro de la capital para acudir a la ceremonia de su funeral, que tendría lugar en la Garnisonkirche de Berlín, donde coincidirían con destacadas figuras no solo de la política alemana, sino también del ejército. Entre ellos se encontraba el comandante general del servicio aéreo, von Hoeppner, quien mantuvo un discreto encuentro con la baronesa Kunigunde y su marido el major Albrecht von Richthofen. Von Hoeppner quiso aclararles detalladamente las circunstancias que culminaron con la muerte de su hijo, señalando que Manfred no había caído a raíz de alguna omisión o imprudencia de su parte y les confesó que no había nadie en toda la fuerza aérea que pudiera reemplazar a su hijo, quien según palabras del propio Hoeppner: «valía lo mismo que tres divisiones completas».

A las 16:00 se dio inicio a la ceremonia. En medio de un solemne y vibrante tañido de campanas, la familia Richthofen fue recibida en las escalinatas de la iglesia por los oficiales de caballería, quienes les condujeron a sus asientos reservados. En el interior, el altar estaba completamente cubierto de negro, con excepción de una  imagen de Jesucristo, que ocupaba un lugar destacado en el altar mayor de la iglesia. Ante el altar había cuatro ametralladoras que sobresalían por debajo de un imponente catafalco adornado con su Ordenkissen, un cojín negro de terciopelo, donde  reposaban todas sus medallas. Más abajo, fue acondicionada una gigantesca corona de flores negras entrelazadas alrededor de una hélice. El altar estaba flanqueado por una guardia de honor compuesta por ocho jóvenes aviadores, vestidos con uniforme negro y un yelmo del mismo color.

Terminada la ceremonia, que culminó con la ejecución de la composición de Brahms «Ein Deutsches Requiem», la familia Richthofen recibió las condolencias de los presentes, entre ellos una comitiva real encabezada por la emperatriz Augusta Victoria, a quien la baronesa Kunigunde le confesó «haber querido que su hijo pudiera estar vivo para seguir sirviendo a la patria».

«La esperanza que todos compartíamos de que Manfred von Richthofen estaría a salvo, desafortunadamente no se ha hecho realidad. No obstante, más fuerte que nuestras palabras, son sus hechos. Le fue concedido ser reconocido como líder y amado como un camarada. Volvamos por lo tanto nuestra mirada no sobre aquello que Richthofen podría haber llegado a alcanzar, sino sobre todo lo que ha logrado conquistar. Tenemos el deber de ser fuertes para mantener su memoria siempre viva en nuestros actos. Siempre miraré con particular afecto a su geschwader y especialmente a su Jasta 11

Comandante general del Servicio Aéreo Alemán, von Hoeppner

«Nos encontramos lamentablemente dolidos con la noticia de que su hijo ha dado su vida por la Patria, les expreso mi más sentido pésame a usted y a su esposa. Como maestro de la fuerza aérea y como un modelo para todo hombre alemán, Manfred von Richthofen vivirá para siempre en la memoria del pueblo. Que sea este un consuelo en su indescriptible dolor.»

Mariscal de campo Paul von Hindenburg

«Siempre que recibía un informe de victoria, sentía un cierto temor por la vida de su hijo, dada en sacrificio por el Rey y por la Patria. Ahora, ya no podremos apreciar sus conquistas, no por nuestra voluntad, sino por voluntad divina. Su hijo está presente en mis recuerdos por su modestia y hábitos sencillos, puesto que tuve la alegría de encontrarme con él en el mes de mayo del año pasado. No podía rechazar la oportunidad de verlo levantando el vuelo en el campo de aviación. Que el Señor esté con usted y con todos los suyos en su gran pesar. Espero además que su segundo hijo se esté recuperando.»

Emperatriz Augusta Victoria

«Es con mucho pesar que nos hemos enterado a través del Comando General del Servicio Aéreo Alemán que su valiente hijo, rittmeister Freiherr von Richthofen, ha caído. Los logros alcanzados por este joven líder jamás serán olvidados por mí, por mi ejército y por el pueblo alemán. Comparto sinceramente su dolor. Que dios le conceda el bálsamo de su consuelo.

Káiser Guillermo II de Alemania”

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(*)  J. Eduardo Caamaño  (Rio de Janeiro 1972) dedicó cinco años de estudio e investigación reuniendo un sinfín de documentos, libros y copias de archivos provenientes de diversos países, que acabó culminando con la publicación de “Manfred von Richthofen – El Barón Rojo” que incluye apartados traducidos al español por primera vez, convirtiéndose en el libro más completo sobre el Barón Rojo en España y América Latina. El texto corresponde al Capítulo 17 de su libro sobre el barón.

Categories: Crónicas

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