(Por Eduardo Bonacic-Doric Guajardo según publicado en Vol III de “Horas de Losa” y editado por el Instituto de Investigaciones Histórico Aeronáuticos de Chile)
A medida que el tiempo pasaba y las agujas de los radiocompases no caían indicando que habíamos arribado al radiofaro de San Blas, más crecía mi inquietud.
Volvíamos a Chile desde New Orleans donde habíamos recogido una carga de 105 puercos de fina sangre y nuestra última escala había sido en Cuba donde reabastecimos combustible.
Habiendo despegado de noche con pronóstico de mal tiempo en la ruta al aeropuerto de Tocumen en Panamá, en mi calidad de copiloto en aquel tramo, estaba a cargo de la navegación.
Producto de la tormenta en que volábamos, el C-46 de “Lyon Air” se movía sacudido por una violenta turbulencia y las agujas de los radiocompases oscilaban tanto que era prácticamente imposible obtener una demarcación digna de confianza.
En mi fuero interno maldecía al meteorólogo que nos había pronosticado que volaríamos con viento de cola y varias veces comprobé que los radiocompases estaban debidamente sintonizados en San Blas, cuya señal distintiva identificada por las letras NW se escuchaba nítidamente.
Finalmente ambas agujas oscilaron y señalaron el rumbo recíproco, lo que indicaba que habíamos sobrevolado San Blas. Reporté nuestra posición y Panamá Radio nos autorizó a bajar al nivel de tres mil pies.
Cuando don Patricio Délano (1), al mando del avión, inició el descenso, traté de sintonizar el radiofaro de Taboga, el que usaríamos para dirigirnos a Tocumen y luego efectuar el descenso instrumental, pero por más que me esforcé no conseguí escuchar su señal distintiva.
En eso Don Patricio me preguntó cuánto tardaríamos en arribar a Toboga. “Diecinueve minutos”, le contesté.
Sonriendo me consultó: “¿Está seguro?’
En verdad, después de haberme equivocado más veinte minutos en mi estimada a San Blas, él tenía sobrados motivos para dudar de mis dotes de navegante.
Volamos otros veinte minutos sumergidos en la nubosidad zarandeados por la turbulencia, sin poder comprobar si ya estábamos sobre el Pacífico.
De pronto, a través de una imprevista abertura las nubes pudimos vislumbrar a poca distancia la cima de un cerro que debía ser más alta que los tres mil pies a los que nos encontrábamos.
Aquello no nos dejó ninguna duda que volábamos sobre un terreno totalmente distinto al que debíamos sobrevolar.
Solo sabíamos que no estábamos donde habíamos creído estar y no conseguíamos sintonizar Taboga ni comunicarnos con Panamá Radio, cuyas señales se habían desvanecido al iniciar nuestro descenso desde 9.000 pies.
Tan pronto vislumbramos el mar bajo nuestras alas descendimos a través de la capa nubosa, pudiendo de pronto sintonizar Taboga cuya señal distintiva escuché fuerte y clara.
La demarcación indicaba que la radioayuda estaba al norte, pero no sabíamos a qué distancia.
Lo que sí teníamos claro era que se estaba agotando la bencina.
Cuando la tos de uno de los motores nos indicó que ya no le llegaba bencina cambiamos la selectora de combustible, para utilizar el remanente que nos quedaba.
En medio de la lluvia cegante divisamos parte de una playa y tratamos de aterrizar de emergencia en ella.
Don Patricio luchaba por tocar tierra en el comienzo de la misma, cuando por un instante dejó de llover y pudimos ver que la playa era más corta de lo que habíamos imaginado y que con el exceso de velocidad nos estrellaríamos con unas contundentes rocas que existían al final.
Aplicando potencia de despegue conseguimos sobrevolar las rocas, temiendo escuchar en cualquier momento como estas despanzurraban el fuselaje.
Nuestro piloto orientó el C-46 lo mejor que pudo contra el viento e inició un amarizaje. Próximos a tocar el agua, por el costado izquierdo de improvisto surgió una ola que se quedó con un tercio del ala y el motor de ese lado.
Eso lo vine a notar cuando recuperé la vista porque la violenta desaceleración que se produjo me dejó ciego por un instante.
Don Patricio lanzó la balsa por la puerta grande de la cabina y René D’Amico (2), el primer oficial, quien tenía un brazo fracturado y Mario Lovece, nuestro ingeniero de vuelo saltaron al mar por la pequeña puerta de la cabina de pilotaje. Yo seguí su ejemplo y nadé hasta la balsa la que se hizo bastante estrecha, porque estando diseñada para cinco personas éramos siete a bordo.
En medio de la confusión vimos alejarse flotando la radio amarilla de emergencia, la que nos habría permitido pedir ayuda, pero no teníamos como recuperarla.
Después de flotar veinte minutos y tal como lo indicaba el manual del C-46, con pesar vimos que nuestro avión se hundía en el mar frente a la costa de Panamá.
Unos nativos que cortaban madera de caoba en el área, en dos canoas vinieron en nuestra ayuda, sin que nos sintiéramos muy favorecidos al observar que no vestían ropa alguna.
Solo cuando nos hablaron en castellano nos tranquilizamos y convencimos a Mario Lovece que se fuera con ellos, consiguiendo alivianar un poco nuestra balsa.
Durante el transcurso del día observamos varios aviones que nos buscaban, pero sin que lograran ubicarnos, por lo que a la mañana siguiente obtuvimos que uno de aquellos nativos fuera al poblado más cercano a comunicar que nos encontrábamos en Playa de los Muertos. Así se llamaba aquel lugar, donde el 1º de Noviembre de 1956, fecha que la tradición nacional asocia con los difuntos, habíamos tratado de aterrizar.
Al día subsiguiente un helicóptero aterrizó en la playa y tras las primeras declaraciones, sus pilotos nos contaron que bajo ciertas condiciones atmosféricas se producía el siguiente fenómeno radioeléctrico.
Por causas no del todo aclaradas, se confundían las frecuencias de los radiofaros de San Blas que transmite en la frecuencia de 326 kilociclos con la del radiofaro de Turbo, ubicado en Colombia que lo hacía en 330 kilociclos. Casos en los que en fonía se escuchaba la señal distintiva de San Blas.
O sea, las agujas marcaban hacia Turbo, mientras uno escuchando la señal de San Blas, sin sospecharlo, seguía volando convencido que se dirigía hacia esta última radioayuda.
Como aquello era lo que nos había sucedido a nosotros y la distancia de Cuba a Turbo era mayor que hacia San Blas, habían fallado mis cálculos de navegación y por eso habíamos volado sobre Colombia creyendo estar sobre Panamá.
Se dice que Jesucristo es chileno y era piloto, lo que nos libró de estrellarnos contra aquel cerro en Colombia que milagrosamente alcanzamos a vislumbrar entre las nubes y posteriormente salir con vida de aquel amarizaie de emergencia.
N. de la R.
(1) Patricio Délano ex Piloto Lan (1943 – 1949)
(2) René Humberto D’Amico (Esc. de Av. 1947, padre de piloto Lan homónimo – Curso 1985)
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