Algo hay arriba
Mis primeros años serían como presentir el camino que seguiría a lo largo de toda mi vida.
A los cuatro años estiraba el cuello mirando al cielo en busca de ese avión que ronroneaba. A los cinco tenia un avión imaginario: era monoplaza, abierto, de ala baja y rojo. A los seis, con el mismo avión, ahora biplaza – “side by side“ – despegaba desde el costado de una camelia en ese primer patio cuadrado de la casa de mi abuela. Veía desde arriba, tal como se ve mirando hacia abajo…! Cruzaba sobre las tejas rojas y la calle de adoquines y aterrizaba bajo el gran tilo del patio del Kindergarten de mi colegio, la monjas de Grenoble en Chillán. Bajaba de mi avión imaginario buscando una carita redonda matizada con ojitos claros y la invitaba de regreso a la casa de mi abuela. Intentaba formar tripulaciones…!
En el año 1937 había juguetes traídos de Alemania o los de madera que vendían en la Estación de Ferrocarriles de Chillán. De estos últimos yo tenía dos joyas: un trimotor Ford y un Graf Von Zeppelín. Juntando los dos habría volado unas 120 horas mensuales imaginarias.
A los ocho años, en clases, durante el recreo o el estudio, construía aviones con hélices movidas por elástico cuyo precio solía ser un coscacho, más una nota 3 en aplicación (para la calificación semana).
A los doce, con más conciencia de la superficie terrestre, me frecuentaba una pesadilla. Corría bajo el parrón, con los brazos extendidos y la vista al frente; aceleraba hasta despegar y entonces advertía la barrera de enredadera que cubría el muro. Despertaba con el temor de no tener la velocidad suficiente para ascender y salvar el obstáculo.
A los quince años, en un rincón del claustro del patio mayor del San Agustín, (Calle Agustinas esquina Estado en Santiago) algunos alumnos de 4º año de humanidades, (Opazo, Quer, Sanchez, Montes o Theoduloz ?) conversábamos, más que animadamente, cuando la expresión de uno llevó la mirada de todos al otro extremo del corredor donde hacia su aparición el Cadete Hernán Yentzen Melo: Contextura atlética, uniforme gris celeste, gorra empinada con franja azul y espadín. Bombardeado a preguntas nos costaba creer que él, hasta el año anterior compañero de curso, volara en esos aviones de “madera y tela” como él los describía.
Crucé la Puerta de la Escuela
En Febrero de 1947 formábamos en El Bosque, junto a otros 90 “cabros”, todos vestidos con su mejor traje civil, para nuestra recepción como cadetes reclutas de la Escuela de Aviación Capitán Avalos.
¡¡ Formar !! ¡¡ Muy flojos !! ¡¡¡ Formar !!!
El polvo que se levantaba, ya cubría zapatos y pantalones y con el tiempo nos sería mejor conocido que el aire.
¡¡¡.Tierra !!!
Como “tierra” significaba “al suelo con las manos”, la orden reiterada: ¡¡ Tierrra !! ¡¡ Levantarse !! ¡¡ Tierra !!, dejaría sus primeras huellas en nuestras impolutas manos.
En menos de tres minutos ya habíamos perdido la ingenuidad del “paisa” y la impecabilidad de nuestra vestimenta. Con la personalidad severamente disminuida, la sumisión re-inventada, “Quam tabula rasa”, quedábamos en condiciones de ser “tallados”… En resumen: “Reclutas” y nada más.
Pero hay compensaciones. Sucede que mi tío Adalberto (Fernández), Comandante de la Fuerza Aérea, debía cumplir una misión institucional en Arica. Como estábamos en vacaciones de invierno me invita y tengo por primera vez la oportunidad de comprobar que volar es como lo había soñado. Pegado a una ventana del bimotor Beachcraft veo que la turbulencia es capaz de levantar y bajar los cerros, que la altura empequeñece casas, potreros, ciudades, mansiones y personas, que los motores no ronronean, – braman – , que la cordillera es larga, que el norte tiene enormes ríos sin agua, que la tierra del desierto es ocre y seca, que Arica es un oasis, que el Hotel Pacífico es un monumento de mármol y el océano es azul, de océano, cuando el sol lo ilumina.
Pasamos la Revista de Reclutas con la Jura a la Bandera. Para la juventud de ayer y hoy, una ceremonia que lo llena a uno de orgullo Es como cumplir con el deber primario con la Patria. ¡Ya sólo falta tener 21 años para ser ciudadano! Terminan las vacaciones de invierno y ya estamos en condiciones de entrar de lleno a la preparación de la Parada Militar del 19.
En Agosto se inician los vuelos de instrucción. Es toda una vida nueva: Infantería con Pancho Herrera, Carghill en inglés, Doña en “Trigo”, Ranou en Física, “Molibdeno” Aravena en Química, Parra estrellándose con la puerta de la sala de clases tras una patinada sobre perdigones previamente esparcidos en el corredor. Todos alcanzan un nivel de amistad con Max Flores, el más cercano a nosotros porque nos hablaba de aviones, personajes del aire, pero de ese aire que no solo se respira sino que queríamos dominar.
Por fin el ansiado día de la primera instrucción de vuelo. Las paredes de la sala de vuelo tapizadas de casilleros para buzos, cascos, anteojos, guantes, paracaídas, pizarrón negro y tiza, un retrato de tres dimensiones que nos hacia flotar.
Tras mucho estudio, infantería e instrucción de vuelo, el año culmina para mi, con una fecha inolvidable: el 2 de Diciembre de 1947. Ese día mi instructor, don Agustín Riveros, se atrevió a “largarme sólo” en un Fairchild PT-19. Curiosamente no sentí ninguna preocupación, sólo sorpresa de que tambien el avión volaba sin instructor a bordo. Eso explica que a cada cierto tiempo sentía la necesidad incontenible de retorcer el cuello para mirar la cabina trasera…vacía. Estaba realmente por primera vez, ¡SOLO!
La primavera nos alcanzó preparando la famosa Olimpíada inter-escuelas (militares) en la que se luciría “Cachupín” Martín venciendo en el Declatón tras correr con un brazo quebrado y Eric Campaña ganando con la organización de la barra. En cuanto a mi, venía saliendo de la enfermería y por tanto no viajé con el resto de la delegación que se hospedaría en la Escuela Naval. Como por esta razón tuviera que alojarme junto con la oficialidad en el Hotel O’Higgins, terminada la olimpiada, fui invitado a convivir dos semanas con los cadetes de la Escuela Naval.
Luego las ansiadas vacaciones de Verano: Familia, polola, amigos y mar. ¡Pero, ay! ¡Siempre muy poco tiempo para tanta juventud!
Febrero de 1948:
– “Sub Alféreces y Cadetes antiguos” : ¡¡ Formar !!
– “ Brigadier Mayor”:¡ NOVEDADES !
Se lee una lista de nombres con asignación de distintas penas. Yo soy uno de la lista… ¡Con tres domingos sin salida!
Un brigadier, cadete del curso precedente me había visto en la playa de Reñaca,… ¡Sin uniforme! Como me di cuenta que no cabía argumentar que en la playa se usa pantalón de baño, tuve que ocultar mis buenas razones tras un doloroso silencio. Si bien algo de mi ardor y entusiasmo se enfrió, el anhelo por volar no se vio disminuido.
El avión de tela y madera que nos describiera el cadete Jentzen tiene armazón y motor de metal. Según Exupery, de ese metal que vive, que vibra cuando tocas el acelerador. Era un Fairchild PT-19, abierto al cielo y sensible como un cadete de diecisiete años. Ese avión era potencialmente, para mi: ¡Todos los aviones!
Lo que aprendí en la Escuela de Aviación me ha servido en muchos aspectos de mi vida, pero mi contextura interna no cuadraba exactamente con el régimen de la época. A la mitad del segundo año, tras haber hecho acrobacia y formación, examiné mi situación y decidí buscar un nuevo camino para mi sueño.
Con el mismo “trajecito oscuro“ con que fui revolcado en la ”recepción” de cadetes en el primer año, estaba ahora en la mitad de Julio, impregnado en niebla y pinchado por el frío, parado en la vereda oriente del paradero 34 de la Gran Avenida, esperando algún medio de transporte, el tranvía tal vez, para volver a la ciudad.
Diecisiete y medio
No parece mucha edad para tomar decisiones que proyecten vida no vivida cinco veces mas larga que la experiencia aquilatada. Pero esa es la “orden“, el camino se hace andando y así, invitando a las amigas al “té“ en el Goyescas, comidas en el Waldorf, noches en el Violín Gitano y varios tropezones, terminé co-laborando en la curtiembre de la sucesión, a orillas del Chol- Chol.
Nueva Imperial era un pueblo pequeño de gente amable, ocupada y agrupada; las fiestas, de dos a tres días; las señoritas, casi o casaderas, detrás de un cristal biselado y otras en espera del tren bastante lejos de la estación.
Así era la vida en el Sur. El régimen familiar parecía menos duro que el militar, era mas razonable, estricto, impostergable, más libre, cómodo, – pero -, sin aviones, sin cielo y sin, la Rucia, mi tormento, esa que recibía mis cartas en Viña.
No lo soporté mas, me fui a la estación del pueblo, subí al tren y partí rumbo a Limache.
Escala en Santiago
Aprovechando mi detención obligada en Santiago fui, con todo el porte descomunal de mis pies, al edificio de la Línea Aérea Nacional en Los Cerrillos.
Era Vicepresidente don Arturo Merino y el Gerente de Operaciones don Marcial Arredondo. Cuando entré a la oficina de don Marcial, se sonrió levemente y cuando le di a conocer mi pretensión de ser Piloto de la empresa esa sonrisa se amplió a toda su cara:
– Debe ser piloto antes de ingresar-, dijo con mucha bondad.
– Lo soy señor-, repliqué con pachorra y triunfante.
– 50 Horas mínimo-.
– ¡Tengo 67 horas, con acrobacia y formación!
– Demasiado joven ¡Muy adelantado ¡Muy adelantado al tiempo! Demos tiempo al tiempo. Vuelva en unos años más con “brevet “de Piloto de Turismo.
…Y subí al tren en la estación Mapocho con destino a Limache. Ahí me esperaba mi madre, mi hermana y un poco mas allá, mas cerca del mar “ELLA”, la que no dejaba de añorar desde mi exilio a orillas del Chol-Chol.
El regreso al vuelo
Viajaba diariamente al trabajo, en tren. Mi rutina consistía en abordar el tren de las 07:00 en Limache con escala en Chorrillos, para “Ella”, para terminar en Valparaíso donde me esperaba en el Banco Español mi pega de “suche”. En la tarde el recorrido era a la inversa, Chorrillos incluido, con arribo estimado en Limache a las 23:00.
Al poco tiempo introduje algunas modificaciones al itinerario: tres veces por semana pasaba las tardes (y hasta bien tarde), en clases del Club Aéreo de Valparaíso en las oficinas de Alfredo Betteley. Cuando estas terminaron las cambié por otras de Inglés en el Instituto Chileno Británico.
En Septiembre ya pasaba los fines de semana con mi Rucia en el Club Aéreo de Valparaíso en EL Belloto. Ahí había un pequeño casino, que sin embargo pasaba siempre atestado de gentes. Todos los Domingos almorzaban no menos de cuarenta socios en una mesa en U con sus mujeres, pololas o amigos. Jamás un pelambre ni una grosería. Se hablaba de aviones, viajes, obras y de todas esos temas que interesan a las fuerzas vivas de una provincia. Era una reunión de personas de buena formación; profesionales, industriales, representantes de las mas diversas actividades en el medio local, pero sobre todo Caballeros del Aire.
En el Club Aéreo me fui familiarizando de a poco con las regulaciones que regirían para mi reentrenamiento. Así por ejemplo, cuando el instructor ayudante Renzo Tomasello estimó que yo ya podría barajarme bien con el viento cruzado de El Belloto, se bajó del PT 19 y me dijo:
– Ya, ¡“Vuele Solo“!
A mi tambien me pareció suficiente que estando en condiciones de superar esa dificultad podría volver a “encumbrarme” como ya lo había hecho en la Escuela de Aviación Capitán Avalos. Por tanto despegué y ascendí con “chandelles” hasta los 2500 pies. Sobre la pista me inicié con un roll rápido, seguido de un medio roll; continué con un looping y finalizo con un spin de dos vueltas para entrar al tránsito como corresponde a un cabro “as” de 18.
Cuando taxeaba para estacionar mi PT-19 en la línea, vi que el Directorio completo, con Tomasello a la cabeza venían con paso decidido en dirección al avión. Reconozco que en ese momento no pensé que vendrían a felicitarme por mi “Solo” en El Belloto. Además desde lejos me percaté que sus caras no revelaban ni un asomo de esa intención.
Tomasello, mudo, sumerge la cabeza en el habitáculo trasero y la levanta con cierta complacencia en el rostro:
– ¡Ahí está!
Se refería a su paracaídas que había permanecido sin amarras tal como lo había dejado. ¡Tambien el bastón ahí!
Se decretó mi suspensión de vuelo hasta el fin del mes de Septiembre o talvez hasta el día del examen de Aeronáutica. Eso dependería de alguien que no era precisamente yo.
12 Octubre del 1949 – Aniversario del Club Aéreo
La ceremonia de aniversario siempre culminaba con la entrega de piochas y el “brevet” para los integrantes dell curso de los nuevos pilotos. En este caso se trataría de los señores Alfredo Betteley , Enrique Brito, Enrique Eggers, Edgar Kunze, Rodolfo Larson, Hugo Rossati y Alfredo Walter, que habían sido instruidos por los pilotos instructores: Gonzalo De Peña , Hernán Santibáñez, Renzo Tomasello y Guillermo Walter. Era un evento importante para la región de Valparaíso al que asistía un selecto público.
A pesar que el 12 de Octubre de 1949 amaneció con stratus densos, ello no impidió que a las 9:30, tal como se había programado, ingresara al aeródromo de El Belloto una procesión de automóviles venidos de Valparaíso, Viña, Limache, Quillota e incluso de San Felipe y Los Andes; tal vez unos cuatrocientos espectadores.
En espera de un mejor “techo” se alteró el programa, comenzando con la misa que fue oficiada sobre el plano fijo de la cola de un avioncito Ercoupé. Se acercaba el medio día y como el espectáculo se seguía postergando, el público comenzó a retirarse. La nubosidad no disminuía, pero la luminosidad del sol comenzaba a insinuarse. El techo seguía bajo, no más de unos 70 metros (200 pies).
En un intento por impedir el éxodo de invitados, el instructor Hernán López Angulo decide despegar en uno de los Fairchild PT-19. Alcanzamos a ver como se estiraban los amortiguadores al desprenderse el avión del suelo. A los 30 segundos ya había desaparecido en la nube. Cuatro minutos mas tarde sentimos el ronroneo suave y el corte de motor sobre la pista.
Luego silencio. Un silencio… ensordecedor…
Sobre la pista, frente al hangar, apareció el avión recuperando el spin justo hacia nosotros. Hernán López, permitió otro cuarto de vuelta para evitar el encuentro con el hangar y trató de recuperarlo nuevamente. No fue posible. Su madre estaba viéndole volar por primera vez y lo vio morir… Ya no habría, ese día, ceremonia oficial ni graduación de pilotos.
Mi madre, que tambien pisaba por primera vez un aeródromo sólo para compartir la coronación del esfuerzo de su hijo por hacer realidad su gran sueño, con una entereza que jamás olvidaré, reclamó a los directores mi piocha y la prendió orgullosa en mi pecho…
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