De Oficial de Caballería del Ejército a Comandante de Aeronave de LAN, es la síntesis de la trayectoria profesional de nuestro asociado Abraham Acevedo Campos. Integrante del curso de fines de 1959 tuvo su primer gran desafío al ser designado piloto Jefe del Regional Puerto Montt en 1966. En distintas etapas de la historia de LAN existió este tipo de servicio regional con aviones y pilotos basados en la zona.
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En el que participara “Pocho” Acevedo, se operaba con aviones DC-3 y se había establecido en 1963 con un grupo al mando del capitán Ricardo Fuenzalida M. e integrado además por el capitán Gustavo Siredey, y los 1eros. Oficiales Manuel Rubio y Jorge Harvey. El servicio regional con DC-3 continuó operando con sucesivos grupos de pilotos destinados a Puerto Montt hasta su suspensión en 1972 y cuyos últimos pilotos encabezados por el Capitán Oscar Eggers eran además los Capitanes Juan Moreno y Hugo del Valle, y los Copilotos Eduardo Torres, Nelson Bahamondes, Claudio Lara, Klaus Thiele y Juan Abarzúa, pero que ya no pertenecían a la planta de pilotos de LAN.
Nos recuerda “Pocho” que “ el Servicio Regional Puerto Montt, además de cumplir con una tremenda función social, era la prueba de fuego para cualquier piloto. Había que aprender muchas otras cosas, además de volar. Había que aprender, por ejemplo, a convivir, a ser solidario, a pelearle a la lluvia, al viento, al frío, a la soledad, al aislamiento. Sabíamos que si aplicábamos el Manual de Operaciones, tal como Dios nos manda, no habríamos hecho ni la mitad de la importante labor que nos encomendaban. Pero tampoco se trataba de “arrancarse con los tarros” y así se fue desarrollando un criterio que fue el justo a aplicar”.
El servicio regional, a pesar de las difíciles condiciones de operación, tuvo un impresionante nivel de seguridad en sus operaciones. Por cierto que hubo algunos “gajes del oficio” como entradas de una “pata “ del tren durante la carrera del aterrizaje, topada de hélices en el suelo y otras “llegadas estrechas” sobre todo por las frecuentes y serias limitaciones tanto de las condiciones meteorológicas como de las facilidades en los aeródromos. Tal vez el más lamentable de los incidentes ocurridos fue el que ocasionó un problema de mantenimiento y que causó una grave lesión al piloto Roberto Anguita, que felizmente recuperado, culminó una brillante carrera como Comandante de Aeronave.
Continúa “Pocho” relatando que “gracias a los aviones de Lan Chile los habitantes de la zona podían contar con medicinas, vacunas y alimentos de primera necesidad para ellos y sus hijos. Los barcos mercantes, de gran tráfico en esa época, llevaban todo tipo de carga y combustible en grandes cantidades hasta los almacenes de la ECA (Empresa de Comercio Agrícola) ubicados en Chaitén y de ahí, a “lomo de avión” hasta Palena y Futaleufú, porque no existían caminos. A veces hacíamos de seis a siete vuelos diarios llevando esta carga desde Chaitén a la cordillera. De vuelta traíamos fardos de cueros de vacuno y ovejas, los que ayudábamos cargar para que no nos pillara la hora cero y porque aprendimos a entender las necesidades de esa gente, humilde y esforzada que hacía patria por devoción. A todos ellos los ayudó Lan y los que tuvimos el privilegio de volar en esa zona, crecimos como personas y aprendimos a valorar algo que en ninguna otra circunstancia habríamos logrado aprender”.
Aún cuando la historia completa de estos pilotos está aún por escribirse, Abraham Acevedo ha querido regalarnos en esta oportunidad esta pequeña y simpática anécdota bajo el título que encabeza esta crónica: La grasita de cordero.
“ No cumplía aún un año como Capitán de DC 3, cuando me notificaron que debía partir, al día siguiente, trasladado a Puerto Montt, “castigado” por dos años, como mínimo, a volar las rutas entre esa ciudad y Ancud, Castro, Chaitén, Alto Palena, Futaleufú, Puerto Aysén, Coyhaique, Chile Chico y ocasionalmente Cochrane. Estas eran las rutas del Servicio Regional de Puerto Montt. No recuerdo qué barbaridad pude haber cometido pero iba efectivamente castigado y por el poco tiempo que me dieron para preparar mi viaje, menos de 12 horas, partí con el equipaje del perro, como decía mi buen amigo Federico. Por esas cosas del destino, quiso Dios que esos años resultaran, sin lugar a dudas, los más felices de mi vida como Piloto. Era el año 1965 y el único “percance” serio que tuve, fue mi pololeo con una “Portomontina”, hoy mi esposa, la que con el correr del tiempo me ha hecho completamente feliz y me ha dado cuatro hijos fantásticos.
Pero vamos a mi pequeña historia:
En uno de mis vuelos, me hice acompañar por un copiloto que venía desde Santiago por un corto período y partimos en el legendario DC – 3, N° 356 a Futalelufú, en un vuelo “mixto” de itinerario que hacía escalas en Chaitén y Alto Palena con carga surtida y pasajeros. Este avión tenía piso de aluminio y para los pasajeros un número de asientos para acomodar a catorce personas a lo largo de cada lado del avión. Los “pax” debían sentarse con la espalda pegada a las ventanillas, tal como en los aviones acondicionados para el lanzamiento de paracaidistas. Estos asientos eran abatibles y al momento de usar el avión como carguero quedaba el 100 % del piso disponible para la carga. Era pleno invierno, el tiempo había estado tan malo que todos los caminos por el lado argentino, los únicos que existían para los habitantes de Alto Palena y Futaleufú, estaban cerrados por nieve y rodados de nieve y barro. Todo estaba blanco de nieve, había para rato de aislamiento, el ganado comenzaba a sufrir y también los ganaderos que no podían sacar sus animales de la zona y venderlos. Fue así como una vez llegados a Futaleufú, bajamos pasajeros y carga y embarcamos ochenta corderos vivos, a los que se les maneaban tres patas y se les dejaba una suelta para que pudieran moverse y acomodarse dentro del avión, de los contrario podían morir aplastados. Estos aviones usaban “Jatos”, dos cohetes bajo el fuselaje, los que se usaban en caso de alguna falla de motor en el despegue ya que de otra manera no se cumplían los requisitos mínimos exigidos para el segundo segmento de despegue. Nunca necesitamos disparar alguno de estos Jatos pero cumplidos seis meses instalados en el avión, había que dispararlos y reemplazarlos por Jatos nuevos.
Partimos con nuestra carga y con la recomendación al sobrecargo encargado de vigilar a nuestros tranquilos “pax” a fin de que por movimiento de estos se desplazara el centro de gravedad del avión fuera de los limites. Pero nada de eso sucedió y tras el despegue se quedaron dormidos y parecían disfrutar del vuelo. Era este mi quinto o sexto vuelo con “carga viva” pero para mi copiloto era el primero y apenas podía creer lo que veían sus ojos. Para evitar la turbulencia que pudiera desordenar nuestra carga, ascendimos sobre los 9000 pies hasta quedar entre capas y una vez nivelados el copiloto hizo su bitácora de vuelo, dio el mensaje de salida, nos abrigamos bien (la OAT indicaba 15 grados bajo cero !), nos comimos nuestra colación, nos alejamos de la cordillera y retomamos la ruta normal que nos llevaría a Puerto Montt.
Nuestra cabina, como siempre, estaba sumamente fría, a pesar de que algo de aire caliente entraba al interior, ambos parabrisas y las ventanillas laterales, rápidamente comenzaron a empañarse y en una de esas, el copiloto pasó sus uñas por el parabrisas e hizo una figura, ya que dibujaba muy bien (y sigue haciéndolo con mucha gracia y picardía) y acto seguido me dijo muy serio que los vidrios del parabrisas y ventanillas se nos estaban llenando de “grasita de cordero”. Yo lo miré pensando que me estaba tomando el pelo pero lo decía tan en serio que no quise decirle de inmediato que lo que teníamos era hielo a raíz del exceso de humedad al interior de la cabina producto de los 80 “pasajeros” que llevábamos. Creí que en algún momento se iba a dar cuenta de que era lo que ocurría, pero como faltaba poco para descender no tuve otra opción que explicarle de lo que se trataba, lo que le hizo ponerse rojo y desatarle una risa de tan de buena gana que terminamos juntos celebrando su salida de “la grasita de cordero”. Por supuesto que a medida que descendíamos, la “grasita de cordero” fue desapareciendo y mi copiloto movía su cabeza de lado a lado sin dejar de sonreír y lamentarse por su comentario.
En total, durante ese invierno transportamos más de 500 corderos los que, de no ser por el avión de Lan Chile, habrían provocado enormes pérdidas económicas a los sufridos colonos de Futaleufú. Hubo muchas oportunidades en que la “grasita de cordero” tuvimos que combatirla con el alcohol que sacábamos con una toalla desde el pequeño estanque instalado detrás de la cabeza del copiloto ya que el sistema, por supuesto, estaba diseñado para sacar el hielo del exterior del parabrisas y no del interior como sucedía cada vez que transportábamos corderos vivos.
Pasó el tiempo y nunca salió de mi boca el nombre del autor de este chascarro, pero no tengo dudas de que tan pronto él sepa que esta historia ya se conoce levantará su dedo acusador para decir – yo fui el descubridor de la grasita de cordero – “.
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