Por Peter Staiger
La primera vez que fui a La Castrina tomé una micro que salía de la calle Marcoleta y navegaba azarosamente por Vicuña Mackenna hacia el sur. Había que bajarse en el paradero 11 ½ y caminar hacia el oeste, un buen kilómetro hasta el aeródromo. Una torre de control de madera servía de faro en la caminata. Llegando se encontraba uno, además de la torre, un destartalado hangar que albergaba los aviones. Un casino de socios figuraba sólo en los audaces planos de algún arquitecto del club, pero creo que nunca se concretó. Los pilotos, alumnos e instructores aguardaban sus turnos de vuelo, a la sombra de la torre o de algún sauce que me parece recordar.
Ésa fue la escena inicial de mi carrera. Gracias a la visionaria legislación de la época, la aviación civil gozaba de importantes subsidios, lo que permitía contar con un número apreciable de pilotos formados, horas voladas, aviones y aviadores, en general. En más de alguna ocasión – terremotos, inundaciones, accidentes y enfermedades – dicha medida – justificó ampliamente el esfuerzo de las autoridades.
Gracias a este fomento de la aviación un importante número de pilotos universitarios derivamos a la aviación comercial haciendo un aporte significativo a Lan que, desde luego, era también estatal y concebida como empresa de utilidad pública. Se puede discutir sobre la conveniencia o no de este tipo de medidas, pero en todo caso, ello excede el marco de la presente memoria.
El día 16 de Diciembre de 1961 inicié mi carrera de piloto con un vuelo demostrativo bajo las instrucciones de Eric Morgan. Tripulábamos un Aeronca de hélice de madera y un motor Continental de briosos 65 HP de potencia. Era bastante sencillo memorizar las velocidades: ascenso, 60 MPH y planeo, 60 MPH…
Existía mucha prisa por formar pilotos porque el cierre de la subvención por alumno formado, ocurría el 31 de Enero de cada año. El 29 de Diciembre, tras 8:35 de instrucción, hice mi primer vuelo solo en el glorioso CC – KUA. Disponía yo de tiempo, de manera que me programaron un curso “express” con instructor exclusivo, Agustín Brajovic, el “Cucho”, distinguido Comandante de Ladeco. Las cosas anduvieron bien y antes de la fecha límite, aprobaba mi examen de vuelo y recibía mi flamante licencia.
Mis compañeros de entonces eran, entre otros, Lincoyán Petzold, Jorge Fritis, Evaristo Urrutia, Raúl Orestes y los que serían también pilotos Lan: Harold Recart, Claudio Estay, Luis Yáñez y los hermanos Claudio y Patricio Baquedano. Más antiguos, instructores algunos, recuerdo a Jaime Bordes, Bruno Schneider, Elio Roncagliolo, Felix Pando, Sava Stefanovic, Horacio Parrague, Max Godoy. Mi memoria es frágil, estoy seguro de omitir una docena o más de compañeros de esos años.
Una vez cumplidas las 50 horas de vuelo (el curso duraba 35) se llegaba a una cierta “veteranía” y se te permitía iniciar el curso de Cessna 140 biplaza, lado a lado, con un volante y no un bastón como el Aeronca, para controlar los alerones y el timón de profundidad. Ese sistema durará cincuenta años, hasta que la llegada de los Airbus puso nuevamente en vigencia los “bastones” electrónicos, bastante más sofisticados, pero en el mismo principio. La vida de club era gratísima. No nos perdíamos una sesión de Directorio que ocurría todos los miércoles en la oficina de Ahumada con Huérfanos. Una verdadera escuela de responsabilidad, seriedad y compromiso con el club. Todos asumimos alguna vez la responsabilidad de Director. De material de vuelo, de instrucción, de finanzas, de disciplina. Cada sesión terminaba con un sabroso sandwich en el “Ciros” de calle Bandera, acompañado de algunas cervezas. Un ambiente grato en lo personal y serio en lo profesional. Cómo se notaba la ya lejana acción de René Bobe, maestro de todos nosotros, redactor de reglamentos, procedimientos de vuelo, generador de disciplina sin perder nunca el tono de convivencia jovial que siempre caracterizó a la atmósfera del universitario. No nos perdíamos ninguno de los raid que organizaba el club para asistir a alguno de los festivales de Clubes Aéreos a lo largo del país: Antofagasta, Copiapó, Ovalle, Los Andes, Los Ángeles, Concepción, Angol, Ancud, y otros lugares igualmente acogedores, alojados en casa de pilotos locales y agasajados por toda la ciudad. Gracias a los vuelos populares, se obtenían los siempre escasos medios económicos necesarios y aumentaba también nuestra cantidad de horas en la bitácora.
Pero no sólo acumulábamos horas de vuelo. Por cada una de ellas, pasábamos al menos tres esperando a la sombra de aquel sauce, o refugiados en el hangar. Ahí se contaban historias de vuelo, hazañas, errores, situaciones de diversa índole que servían para incrementar nuestro bagaje de conocimientos. Tal vez, esas horas fueron la mejor de las escuelas. Siempre será bueno escuchar y aprender de la experiencia del otro. No sólo de sus contenidos, sino también y sobre todo por el hábito de escuchar la experiencia ajena con visión crítica y respeto al mismo tiempo. No puede haber mejor preparación para el difícil arte de trabajar como tripulación, cada quien en lo suyo y al mismo tiempo, observando el trabajo del otro. Muchos años después surgiría el concepto de CRM (cockpit resource management) que reúne y sistematiza muchas de las conversaciones de losa de aquellas épocas. Un concepto que en los demás colegas provenientes del mundo militar en su mayoría, no siempre era de fácil asimilación. Diría que el fraterno mundo del CUA era una combinación ideal de disciplina y colaboración. La aviación comercial no debe ser una competencia entre pilotos, sino una leal cooperación en todo momento y bajo cualquiera circunstancia. La seguridad ocupa, desde luego, la máxima prioridad.
Con cien horas se pasaba a la categoría de cuadriplazas, un noble Cessna 170 y un poderoso Cessna 180, este último, con hélice de paso variable.
Luego venía la categoría de ayudante de instructor y finalmente, la de instructor calificado por la Dirección de Aeronáutica. El día que la obtuve, me fui a mirar en el espejo, convencido que descubriría mis primeras canas. Tuve muchos alumnos, entre ellas, a varias ilustres damas, Lucía Vera, Elisabeth Nordheimer (ex auxiliar de vuelo Lan), Rosalía Bustos y Maité Vernon.
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Peter Staiger con sus dos hijos, ambos también Comandantes de Aeronave de Lan |
Había cumplido 21 años y jugaba seriamente con la idea de decir adiós a la Psicología y presentarme a Lan. Ello ocurrió, efectivamente, en Marzo de 1963. Leer un aviso publicado en el diario y postular fue una sola cosa. Con Jaime Bordes seguimos el curso de copilotos en Lan. Una instrucción completísima en que debíamos aprobar los ramos de Navegación, Meteorología, Reglamentación de vuelo, Rutas, procedimientos de vuelo por Instrumentos y Material de vuelo. En este caso, el legendario DC3. Hasta el día de hoy pienso que fue un privilegio volar ese avión, como luego, el emblemático DC-6B.
Muchos años después, tuve la suerte de compartir con René Bobe en Lybia, donde él era instructor de B727 y yo, de F-27. No pocas veces recordábamos los lejanos tiempos del Club Universitario de Aviación, el alma mater de nuestra profesión. Previamente, había volado durante casi cinco años en Royal Air Maroc, en Caravelle y Boeing 727. Otra vez, junto al amigo Jaime Bordes. Creo que dejamos bien puesto el prestigio de nuestro Club en el desempeño de nuestras funciones. Después de más de cincuenta años y 25.000 horas, en cada una de las muchas veces que me preguntaron dónde había aprendido a volar, asimismo, en innumerables formularios de postulación llenados a través de esos años, respondí siempre con legítimo orgullo: Club Universitario de Aviación. Chile.
Agosto 2014
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