Por nuestro colega y ex Comandante de LAN,  Exequiel Sanhueza, desde Córdoba (Argentina)

2 Abril 2020

“En la vida de los pilotos ocurren hechos, circunstancias y vivencias, que hacen de la aeronáutica un entorno muy atractivo para las personas que por vocación elegimos el maravilloso y fascinante mundo de la aviación. En referencia particular a los de LAN, faltarían páginas y páginas para nombrarlos a todos y destacar de ellos sus valiosos atributos profesionales como también sus diferentes personalidades, que en cada vuelo siempre dejaban sus enseñanzas.

Me decía días atrás un querido Comandante (R) – que también dejó profundas huellas en mí cuando volábamos el noble B707, siendo yo su copiloto -, al señalar que:

“No debiéramos permitir que los pilotos (por alguna razón) no dejen nada para la historia. No es que nos sobrevaloremos, pero sin pilotos no hay industria de aviación comercial”.

Haciéndome eco de esa reflexión me he atrevido a escribir una pequeña pero profunda vivencia que refleja, en cierto sentido, de cómo la vida de un piloto de transporte que además de permanecer permanentemente preocupado de su desarrollo profesional, también lo es de su familia y particularmente de sus hijos cuando los vuelos lo llevan muchas veces muy lejos y varios días fuera de su hogar. Corría un día de octubre del año 1976, pero para el Comandante Don Juan David y para toda su tripulación, este no sería un día cualquiera. Con Don Juanito, estábamos realizando un vuelo rutinario a Sídney, Australia, mientras el noble y fiel Boeing 707 volaba raudamente cruzando coordenadas geográficas unas tras otras.

La mente de cada uno de los tripulantes de vuelo y de cabina estaba en lo suyo, trabajando laboriosamente para la realización de un vuelo seguro, cómodo y agradable a nuestros pasajeros.

Me correspondía como copiloto asesorar al Comandante en la navegación del vuelo, llevar correctamente el plan de vuelo y también llevar las comunicaciones que, en esas latitudes, a veces se tornaban dificultosas debido a las alteraciones de la alta atmosfera, y que muchas veces se veían afectadas por el clima espacial producto del viento solar.

Mientras tanto, el Navegante observaba el cielo periódicamente en la búsqueda de estrellas de nuestro infinito universo, para que una vez encontradas pudiera determinar nuestra exacta ubicación en su carta de navegación, con el propósito de que, en cada posición, entregase al Comandante la tan ansiada tarjeta con el nuevo rumbo que, en este caso, nos llevaría a nuestro destino final: la capital de Nueva Gales del Sur.

Del mismo modo, el Ingeniero de Vuelo con prolija dedicación se esforzaba en controlar los cuatro motores, los sistemas del avión y trabajaba finamente el cálculo del combustible y su remanente, para un aterrizaje protegido en destino.

Todo transcurría con absoluta normalidad, pero para Don Juanito además de administrar profesionalmente su vuelo y a toda su tripulación, él tenía una íntima esperanza, la de llegar lo más pronto posible a Sídney. Sólo él sabía perfectamente por qué. Su intuición de padre era muy fuerte.

Nos había comentado en más de una oportunidad la imperiosa necesidad de encontrar a su hijo Poncho, perdido quizás en algún recóndito lugar del Pacífico Sur, y la angustia que le significaba esta incansable búsqueda sin los resultados largamente deseados.

Por ello, recurrentemente visitaba la Gobernación Marítima de Tahití y de Fidji en busca de su hijo dentro de la nómina de pasajeros o tripulantes de los veleros que salían y llegaban.

Este vuelo le daba la gran oportunidad de ir al puerto de Sídney al día siguiente de nuestro arribo, porque, aunque sus esperanzas nunca se desvanecían, su angustia aumentaba con el transcurrir de los meses y muchos de nosotros sabíamos de ello.

Por otro lado, en retrospección, su hijo Poncho que estudiaba su segundo año en la Universidad Santa María en Valparaíso, había viajado a Tahití, lugar en que tomó la decisión de congelar sus estudios a pesar de la resistencia de su padre.

Así cada vez que su padre viajaba a Tahití, él tenía la posibilidad de compartir con él. Fue en uno de estos vuelos a la Polinesia, donde Don Juanito le perdió el rastro a su hijo Poncho, quien en el mes de febrero del año 1976 decidió continuar a Nueva Zelanda, donde permaneció cerca de 8 meses para luego trasladarse a Australia en agosto de ese mismo año. Si bien es cierto Poncho escribía a sus padres cartas por correo, estas demoraban muchos meses en llegar a Chile.

Después de arribar a Sídney y cumplido los tramites de rigor en migraciones y aduanas, una Van nos trasladaría al hotel. Esa tarde cuando el ocaso del sol se apoderaba de la noche, dejábamos atrás el aeropuerto y el iluminado e imponente Opera House, para dirigirnos raudamente al centro de la ciudad.

Ya en el sector de King Cross, por la avenida principal según lo planeado, ocurrió algo más que inesperado. Don Juanito, observó en la vereda izquierda un grupo de jóvenes que vendía claveles. Fue entonces que, sorpresivamente, se levanta de su asiento   y grita: “Pare, pare, pare”. El chofer se detiene bruscamente sin saber ni entender nada. Don Juanito se bajaba exclamando muy emocionado “Mi hijo, mi hijo, encontré a mi hijo”. Al instante nos instruyó a que siguiéramos y nos encontráramos más tarde en el hotel.

Al ver ese abrazo entre padre e hijo, largamente esperado después de meses de búsqueda, nos dejó a todos con un nudo en la garganta, y a algunas auxiliares de vuelo, secando sus lágrimas. Un momento impactante que nos llevó muy conmovidos y muy emocionados al hotel.

Recientemente Poncho, escribía respecto al maravilloso encuentro con su padre:

“Es algo que al día de hoy lo atribuyo a esos sincrodestinos enigmáticos que vivimos, y no entendemos racionalmente a las fuerzas ocultas que nos dirigen”

Esa noche, durante la estadía de padre e hijo en el hotel, todo debió haber sido muy emotivo, ya que Poncho hoy día recuerda y cuenta con mucha nitidez cuando Don Juanito con esa sabiduría que siempre le caracterizaba le dijo:

“Yo como Padre te tengo que decir que tu deberías terminar tus estudios y con eso tendrás seguridad. Pero como amigo, yo habría hecho lo mismo que tú “.

Sabias palabras de un gran Comandante.

La vida de los pilotos, no solo transcurre entre exigentes entrenamientos en simuladores de vuelo, chequeos de rutas y chequeos médicos. También nos retroalimentamos de hechos, circunstancias o vivencias que nos van enriqueciendo, y que además nos emocionan al recordar las profundas huellas que dejaron en nosotros.

A veces ya retirados, nos recordamos de momentos como el narrado, que han enriquecido nuestra vida personal y que nos emociona rememorarlos hoy. Por lo menos para mí, me emociona haber sido uno de los testigos presenciales de este maravilloso y largamente esperado reencuentro del Comandante con su hijo Poncho.

 Don Juanito, aquel gran Comandante de Aeronave tan profesional, tan afable, tan cariñoso, tan sociable y tan sabio, hoy puede descansar en paz. Ya que además de sus cualidades personales y profesionales, logró lo que todo ser humano desea íntimamente: trascender, dejar profundas huellas en todos los que tuvimos el privilegio de conocerlo tanto en vuelo como en tierra.

Quiero agradecer profundamente a sus hijos Bernardita David y Francisco David, por su generosidad al recordar fechas y vivencias que ocurrieron fuera del vehículo que nos transportaba al hotel. Las fotos corresponden a las  que me envió Bernardita”.

Categories: Crónicas

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