Un evento peculiar de los días que Claudio Palma ejercía sus funciones como piloto – y también como bombero –  del Regional Punta Arenas

“Todo es silencio al interior de  la van. Sólo se escucha el ronroneo del motor y los quejidos de sus latas. Toda la tripulación duerme o trata de dormir mientras aún queda algo de noche. Hace frío, la calefacción lucha bravamente pero está escasa de fuerzas.

Es interesante estar en la ciudad más austral del mundo pero el frío, sus cortos días y la oscuridad parece  que aprietan. Te hacen encogerte y buscar un lugar en donde cobijarte. 

Entreabro mis ojos, adelante va el chofer y a su lado  el viejo Perrier. Él está a cargo de las radios en el aeropuerto. Su apoyo es esencial para las operaciones aéreas de la zona austral.

De pronto, al salir ya de la ciudad y al  girar en una curva, vemos una casa de dos pisos que despedía grandes  llamas por una de sus ventanas superiores. Pero lo más impactante del momento era que en otra de las ventanas superiores, con casi medio cuerpo asomado, había una mujer con un niño semi desnudo colgando, con un pié sujeto por su mano. Abajo había otra mujer con los brazos extendidos para recibir el bebé.

-¡Pare! – grita el viejo Perrier.

Al mismo tiempo abre prestamente la puerta para bajarse. Lo imité, abrí la puerta y me bajé. Esperé un momento con la puerta abierta por si alguien más quería bajar pero nadie más hizo amago de moverse. Cerré la puerta y seguí a Perrier que con paso decidido se acercaba a la casa en llamas.

La guagua había aterrizado sin mayor problema en brazos de quien la esperaba abajo.

Subimos al segundo piso y nos encontramos con una gran estufa inflamada que obstruía la posible evacuación por la escala.

-¡Tenemos que sacarla! – dijo  Perrier

Sinceramente me parecía  tarea difícil ya que las llamas eran de proporciones y el calor intenso,  impedían acercarse.

Bajamos rápido al patio, buscamos con qué cubrirnos, encontramos unos sacos. Los mojamos bien mojados y subimos nuevamente, usando los sacos mojados para protegernos del calor.  Así logramos  tomar la estufa, caminamos con ella, soportando ese fuego, hasta una ventana abierta al extremo del pasillo. Sin vacilación la arrojamos directamente al patio.

Al regresar por el pasillo vi en uno de los dormitorios a unos ancianos que ni siquiera se habían levantado. Tal vez no estaban  en condiciones de hacerlo. Pensé que de haber continuado el fuego de la estufa, se habría extendido el incendio a toda  la casa  y habrían quedado atrapados por el fuego.

Regresamos a la van sin decir nada, tampoco hablamos con las personas fuera de la casa. Los ocupantes de nuestra van, también se mantuvieron en silencio y todos  continuamos rumbo al aeropuerto tratando de dormir un poco más, arrellanándonos en nuestros asientos. Olvidado quedaba el incidente, lo sucedido no era al final asunto nuestro, lo nuestro era lo que nos esperaba: iniciar nuestros vuelos del día. 

Escribo esto ahora, después de tantos años (ocurrió en 1961 o 1962) porque creo que hay que reconocerle al viejo Perrier su valentía, su capacidad de actuar ante un imprevisto. Su irrefrenable deseo de ayudar frente a una situación incierta y de peligro, sin medir sus consecuencias. Solo lo impulsaba el deseo de ayudar en forma desinteresada y sin protagonismos.

Si yo no lo cuento nadie más lo sabrá, ni siquiera la guagua que ahora ya será abuelo.

 Espero que con esta misma capacidad de decisión haya encontrado, sin problemas, la ruta  hacia el cielo o hacia algún otro estado de vida, mejor que ésta.

Categories: Crónicas

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